Antes, cuando abandonábamos
el nido al casarnos, una de las primeras cosas que echábamos de menos era el
puchero de nuestras madres.
Aquellos pucheros eran otra cosa, había algo mágico en ellos. Tal era así que, entre arroces y fideos, había veces que llenábamos las cucharas de estrellas, que nuestras madres cogían del cielo para echárselas a puñaditos al caldo, uno por hermano y dos para el padre.
Aquel caldo blanco le abría los brazos a todo, como las madres. Por él navegaba el migajón, que a pellizcos arrancaba mi padre del bollo sobrante, los picatostes que bailaban los días de fiesta abrazados al escaso jamón picado y al huevo duro…hasta la lluvia que, en forma de microscópicas bolitas blancas, chispeaban desde ese cielo de carne y dedos que son las manos de una madre.
Y es que aquel puchero reunía todo cuánto significa el hogar: calor, cariño… y el alivio que nos recomponía el cuerpo cuando veníamos de la feria jartito de manzanilla. Entonces, apretábamos los labios, nos poníamos lo más feo que sabíamos, y hacíamos un “puchero”, como el que hace el niño que vemos en la fotografía… tiempo le faltaba a tu madre para ponerte el bendito vaso de caldo firmado con dos hojas de hierbabuena.
A mi madre, a todas las madres
Manolo Martínez
No hay comentarios:
Publicar un comentario