La ropa del domingo era sagrada. Por nada del mundo tu madre consentía que te la pusieras un día entre semana, ni siquiera para ir a casa de la Tita Mary, que era lo más que se despachaba en Tita.
El Viernes Santo y el Viernes de Feria estrenábamos trapos, y esas dos mudas pasaban automáticamente a ser la ropa de los domingos.
Con ellas visitábamos a los abuelos o nos íbamos de bares con nuestros padres. Eso sí, que Dios nos librase de mancharnos la ropa del domingo con el aceite de los calamares porque a nuestras madres les daba algo.
—¡Ay Dios mío…la ropa del domingo! ¡Camarero… un K2R… o polvo de talco que chupe el aceite!
Hoy la ropa del domingo es una especie en peligro de extinción. Nuestros hijos se ponen a diario una ropa por la mañana y otra por la tarde, y los que ya soplamos las mismas velas que Espinete, apenas si salimos los domingos, por lo que se nos quedan colgadas en las perchas tantos domingos que cuando volvemos a vestirlas, parece que hemos salido de un capítulo de “Cuéntame”.
Manolo Martínez
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