De todas las cosas que guardamos en el cajón de los miedos, hay una con la que, hasta la barriga me dolía cada vez que la veía venir.
Fue lo más difícil que tuve que hacer siendo niño: un dodecaedro.
Y es que, a pesar de ser un buen estudiante, nunca se me dieron bien los trabajos manuales. Les temía como a una vara verde, tanto, que no podía dormir el día que don Andrés nos recetaba, con su habitual malaje, que antes del viernes había que llevarle hecho el dodecaedro.
Los dedos se me pegaban, una y otra vez, a cada una de las pestañas recortadas para ensamblar el paralepípedo de los cojones. Era una faena inhumana, pensaba entonces, porque, por más que lo intentaba, no podía conseguir que las doce caras estuvieran tersas, y menos aún, que las treinta aristas fueran completamente rectas. ¡Que desdichado era!
Hoy echo de menos aquellos tiernos pesares, hasta el punto de que no me
importaría hacer dodecaedros el resto de mi vida. A diario, cientos, miles de
dodecaedros, si con ello alguien me garantizase que esa briega con cartulina,
tijera y pegamento, iba a ser, como en mi niñez, lo más difícil que me quedara por
hacer.
Manolo Martínez
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