Me cago en dié que lo vamos a conocé tó:
los teletubbies, el tsumani, el coronavirus, el volcán de la Palma, los TrumPutin…, y el apagón. ¿Qué nos queda?
No por Dios…, eso no. Prefiero acercarme andando dónde Cristo dió las tres voces.
El día del apagón sólo llevaba una cosa en la cabeza cuando acabé la peoná: comerme el helao que quedaba en el federico (como decía Miliki) antes de que se derritiese.
Con la vainilla cayéndome por la comisura de los labios puse los cubiertos en la mesa: cuchara, tenedor, cuchillo y el móvil. No sé para qué puse éste último, porque el “hijoputa” llevaba sin hablarme desde las 12,33.
Pasé lo que no está
en los escritos porque no sabía cómo comunicarme con el mundo. Estuve apampláo
casi tres horas, hasta que decidí ponerme a escribir cartas, aquellas cosas que
se hacía en la prehistoria para saber de tus seres queridos. La primera se la
escribiría a mi mujer.
Cuando rebuscaba en mi escritorio papel y boli, escuché detrás mía:
— ¿Qué buscas,
cariño?
— Algo para
escribirte una carta —le dije con naturalidad a la que se casó conmigo.
— ¿Una carta? ¿A mí? El móvil ta dejao "listo de papeles".
Entonces me di cuenta de que había personas conmigo: mis hijos, mi mujer, los vecinos…, en fin, humanos, como yo, a las que no veía por culpa del “puto amo”: er móvi.
¡Ay…, que tiempos aquellos en que la gente se desplazaba en burro, se comunicaba en cualquier bujío, alicatándose con chatos de vino, o por cartas, que leían por la noche a luz de una vela! ¿Os acordáis?
“Espero que os encontréis bien al resibo de la presente, aquí todo bien, a Dios grasia.”
Postdata: “Ya ha venío la lú. ¿A que no hay cojones de llevarnos tós un mes con velas y darles un escarmiento en el bolsillo, que es dónde les duele?.
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