¿A qué he
venido yo aquí?, se pregunta el de las orejas de soplillo que mira al infinito
buscando la respuesta. Y es esa duda no resuelta la prueba irrefutable de que
descendemos de él, le pese al que le pese. Hoy, millones de años después,
andamos totalmente erguidos, nos casamos por la iglesia y hemos inventado el
puchero para las resacas de feria, pero no hemos borrado de nuestra cara esa
mirada perdida porque nos martillea a diario la misma cuestión.
¿Cuántas veces
te has levantado del sofá en busca de algo y al llegar a la habitación te
preguntas para qué ibas allí? El escritor Juan José Millás viste de largo esta
pregunta en su último artículo. ¿A qué he venido yo aquí? nos preguntamos en medio del
cuarto de baño cuando saltamos del sofá para coger algo que se nos viene a la
cabeza mientras vemos la tele, algo que nunca recordamos cuando llegamos al
lugar. Y es que esa pregunta es una trampa que nos salta como un resorte a lo
largo de nuestras vidas: ¿a qué he venido yo a mis creencias religiosas?, ¿a qué he venido
yo a mis convicciones políticas? ¿a qué he venido yo a mi profesión?, ¿a qué he venido yo a la cocina?, ¿a qué he venido yo al
mundo..?
Menos mal que
siempre encontramos la vuelta al sofá, y nos volvemos a sentar en nuestras
convicciones, en nuestras creencias, en nuestros trabajos, en nuestras vidas.
Mejor no encontrar la respuesta.
Mejor no encontrar la respuesta.
Manolo Martínez
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