CARPE DIEM



Dentro de veinte años, lamentarás más las cosas que no hiciste, que las que sí hiciste. Así que, suelta amarras y abandona el puerto seguro. Atrapa los vientos en tus velas. Explora. Sueña. Descubre.


domingo, mayo 30, 2021

¿QUÉ ESCONDE EN EL BOLSILLO?


 Un acontecimiento y tres pensamientos: 

Este lo he críao yo y es mío. 

—Esta noche te abrazas al ramo de flores, como hago yo ahora. 

—Es la única vez que dos mujeres se pelean por mí. 

Tres bocas, seis manos, un ramo de flores y ni una sonrisa, si acaso media, la de la sufrida novia. Pero nada de eso es importante, sólo nos intriga lo que la señora de la sonrisa al revés esconde en el bolsillo. ¿Un arma o su alma? Con cualquiera de las dos va "apañá" la del vestido blanco. 

Manolo Martínez

EL PROBLEMA

Después de estar toda la noche sin pegar ojo me sentía pesado, por dentro y por fuera.

Allí, frente al mar, rompí el banco en el que me senté con el peso de mi problema, pero busqué otro banco más fuerte, mi verdad.

Con ella me fuí volando con media docena de amigos que echaron sus alas por encima de mi hombro y durante el vuelo descubrí el poema de una desconocida, Mabel Escribano, y sus versos resolvieron mi problema:

"Es cierto que no poseo nada, pero en esa "nada", está todo cuanto necesito" 

Manolo Martínez

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domingo, mayo 16, 2021

PAN CON CHOCOLATE


Los besos se asoman a nuestra boca mientras pedaleamos por la memoria. Tienen mil sabores, como los helados. Los que dimos de adolescente sabían a vainilla y los que nos regalamos con algunos años más, a turrón. 

Pero, sin duda alguna, los más gustosos, los robados. Aquellos que recibimos sin cita previa, o los que dimos con la urgencia del antequemedigasqueno. Fueron los mejores y sabían al pan con chocolate que aún nos manchaba los labios cuando besamos a nuestro primer amor. Entre ella y yo no juntábamos una docena de años. 

Manolo Martínez


sábado, mayo 15, 2021

LA FELICIDAD PESA UN KILO BIEN DESPACHAO


Un sabio taoista decía: “El error de los hombres es intentar alegrar su corazón por medio de las cosas; cuando lo que debemos hacer es alegrar las cosas con nuestro corazón”

Muchos piensan que para ser feliz hay que tener un Ferrari en la puerta de casa, un despacho con los mismos metros cuadrados que cualquier vivienda de protección oficial, y media docena de Armanis colgados en el ropero.

Que no... que la felicidad es pararte en medio de tu trabajo y marcarte unas sevillanas con tu mujer y hacerle la vida agradable a la gente con la que tratas a diario. Sonreír, bromear, terciar… eso es la vida ¿o no?

Manuel y Mar son ricos por su forma de enfrentarse a los días y a los clientes con una sonrisa puesta y el buen rollo por bandera. Ese patrimonio no se hereda, se tiene o no se tiene.

La felicidad pesa 1 kilo bien despachao, que es lo que pesa nuestro cerebro. Y de ese kilo largo depende nuestra actitud ante las zancadillas que nos pone la vida. Es el que nos hace elegir entre ser feliz con lo que tenemos o infeliz con lo que no tenemos.

Cuando Jorge Luís Borges se enteró de que pronto moriría, escribió: "Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más amaneceres, subiría más montañas y nadaría más ríos..."

Queda claro que Borges no conocía a Manuel Guijo ni a Mar, porque de haberles tratado hubiera incluído en su escrito "...y me haría cliente de Manolo y Mar, no sólo por su buena mercancía, sino por su alegría detrás del mostrador "
Manolo Martínez


miércoles, mayo 12, 2021

EL MEJOR PESCAÍTO DE MI VIDA


Este miércoles pasado me encajé en la Caseta Municipal, como hago todos los años el día del pescaíto, antes de ir la Peña "El Búcaro" para abrir la Feria. Desde lejos ví que había ambiente porque la cola para entrar llegaba a la Caseta del Baloncesto. 

Habrá pescaíto gratis, pensé, pero el caso es que no vi a ningún abuelo con el ticket en la mano. Que raro…sólo había gente de mi quinta. Todos iban arremangaos, pero curiosamente de un solo brazo, cosa que no me extrañó porque los de mi quinta hacemos cosas muy raras cuando empezamos a envejecer intentando aparentar menos años. 

Pero, conforme me acercaba a la caseta, me escamó que no oliera a ese maravilloso aroma a pescaíto frito que se derrama de los peroles inundando las calles de la feria. Olía raro, como a desinfectante… me imaginé que no habrían cambiado todavía el aceite. 

Por no molestar, me puse al final de la cola sin preguntar, y me arremangué un solo brazo, para no desentonar con los que tenía delante.

Hete aquí que cuando llegué a la barra no había barra, sólo unas cuántas mujeres vestidas con un traje de flamenca mu raro, blanco y sin volantes, muy soso la verdad. A la primera que me tropecé le disparé: 

—Señorita, por favor…, ¿me pone una de calamares y media de mero frito? 

La flamenca blanca, muy amable, dicho sea de paso, me miró raro y luego me contestó: 

—Lo siento, sólo nos queda algo de Moderna y unas cuántas Pfizer. 

—¿Boquerones tampoco? —insistí yo. 

—Ah… mire usté… alguno queda, pero tiene que ser en vena…—no me gustó el tono en que me los ofreció, como de cachondeo, pero siendo boquerones… 

—Venga…póngamelos. 

Entonces cogió una jeringuilla y me hincó en el hombro la media ración de bichitos atontaos mientras me cantaba: 

—Mírala cara a cara que es la primera…

—Gracias señorita —le dije— ha sido el mejor pescaíto de mi vida. 

(…y gracias a todas esas flamencas sin volantes, que nos habéis regalado un ticket para volver el año que viene, y de verdad de las buenas, ¡no se puede ir más guapa a la feria!)

domingo, mayo 09, 2021

El tío Tiempohabrá, se murió de viejo y nunca hizo ná.

Hoy ha muerto el poeta José Manuel Caballero Bonald a los 94 años. En una de sus últimas entrevistas  le preguntaban por su próximo libro, a lo que él contestaba que se le había acabado el tiempo. Pero antes de esa "adivinación", el escritor jerezano había estudiado Naútica y Filosofía y Letras. Había escrito novela, ensayo y poesía, y había sido premiado con el Premio Miguel de Cervantes, amén de vivir y mil cosas más que no caben aquí.

No me digan que no les ha pasado alguna vez. ¡Noooo…! , lo de morirse no, me refiero a lo de “tiempohabrá”.  Bonald hizo toda su ida lo que amó, y fue consciente de que "hasta aquí llegué", pero ¿cuántas veces nos escondemos del tiempo como si éste no tuviera fin? 

Háganme un favor, dejen ustedes un momento la cerveza en la mesa, y levanten la mano quién no haya dicho nunca aquello de “mañana estudio”, “el lunes empiezo la dieta”, “el 1 de enero dejo el tabaco”, “tiempo habrá de pintar el patio”, “tiempo habrá de quitarle las malas hierbas a la azotea”. 

Pasan los años como los galgos detrás de las liebres, y los días como las liebres, no te digo más. 

Manolo Martínez


LO QUE COSTABA LA FERIA DE CARMONA EN 1979


Los que hoy peinamos canas, fuimos a la Feria de 1979 en pantalones cortos. 

Nuestros padres nos hablaban aquella feria en pesetas, y nuestras madres nos reñían si no estábamos a las tres en punto en la caseta, para abrir la fiambrera repleta de filetes empanaos, porque los sueldos no permitían estar cuatro días seguidos pelando gambas (hoy tampoco lo permiten, pero somos más señoritos que nuestros padres, y las pelamos). 

Curiosamente comprobaremos que, como ocurre hoy, se necesitaba un dineral para pagar la luz. Pero, claro, no ibas a entrar en las casetas como entramos en las casas, gritándole a los niños:  —Chiquillo, apaga la luz.

 RELACIÓN de GASTOS de la FERIA DE CARMONA del AÑO 1979


 Sevillana de Electricidad……………………..107.082  pesetas

Iluminación Merino, exorno………………….135.000      “

José Noble Carrasco, Orquesta………………...80.000      “

Director Banda de Música……………………..35.000       “

Antonio García Pérez, montaje caseta………….30.000     “

Antonio Marín Expósito, farolillos……………..11.250     “

Publicidad Fama, anuncios ABC……………….11.100     “

Francisco Moya, Conjunto Sevillana…………...15.000      “

Hnos. García Magaña, pintura rótulos…………..5.500      “

Facturas Magallanes, albero…………………….13.100     “

Gastos de riego………………………………..…4.500      “

Subvención prueba ciclista………………………5.000     “

Gastos de cobranza a ambulantes………………..4.000     “

Nómina de trabajos………………………….….18.000      “

Factura de F. Cintado, trofeos……………………5.500    “

Exorno de casetas………………………………..6.000     “

Invitación ancianos de Caridad………………….5.000     “

Festival Voz de Carmona………………………..5.000   pesetas.

(Información sacada del Boletín del Ayuntamiento de Carmona del año 1980 que mi suegro, excelente guardador de recuerdos, conservaba)

                                                                                                        Manolo Martínez

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sábado, mayo 08, 2021

UN BESO DE RIÑONES


 ¿Por qué demonios a todos nos “pone” lo difícil? Si esa mujer, a la que besa el gilipollas suicidándose a medias, se la encuentra recostada en el quicio de la puerta de la planta baja, ni la mira. Pero ahí… a esa altura… y haciendo equilibrios… ahí el beso sabe a gloria, aunque sea sin lengua. 

Encima de los riñones tenemos una glándula que produce adrenalina, la cual nos hace sentir bien. Con ella respiramos mejor porque nos dilata los bronquios y nos proporciona dopamina, la hormona de la felicidad. 

Cuando estamos en peligro, o tenemos miedo, liberamos adrenalina para enfrentarnos al estrés que esas situaciones nos producen. Así que tú eliges: o te tiras por un puente amarrado por los tobillos, o te buscas una novia que viva en la cuarta planta y una bici como la de la foto, o te metes en el mp3 todas las canciones de Leticia Sabater. 

Bueno…, si quieres adrenalina a tutiplén, lo más fácil es poner en fila india encima de la mesa, las facturas de la luz, del agua y de los móviles de tus hijos, y al lado, al final de la fila, tu nómina. Réstale las tres primeras a la última. 

¿Qué? ¿Cómo se te ha quedao el cuerpo? ¿No querías adrenalina? Ah…, ¿que no te sientes bien?, pues será que no segregas bien encima de los riñones, vete al endocrino. 

Manolo Martínez


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viernes, mayo 07, 2021

PARA QUE LUEGO DIGAN QUE LAS MATEMÁTICAS NO SIRVEN "PA NÁ"


 ¿Cuántas veces hemos pensado durante las infinitas clases de matemáticas…, pero todo esto para qué sirve? ¿Para qué sirve un coseno, una integral, una derivada, pi... para qué coño sirve el número pi? ¿Y el mínimo común múltiplo? ¿Y una raíz cuadrada? 

En la panadería nunca nos pidieron nada de esto para darnos la viena, salvo el dinero, claro. Ni siquiera el carnicero, un tío listo dónde los haya, nos hizo despejar la X antes de vendernos las alitas y el contramuslo. ¿Nos sería más fácil entender el prospecto del paracetamol si supiésemos resolver un logaritmo neperiano? Que no. 

Demostrado queda, que las matemáticas, para lo único que sirven, es para suspenderlas, y quedarte sin vacaciones, y sin paga. Me cago en las matemáticas. 

Pero he aquí, que el otro día, un buen amigo de la adolescencia, me mostró el precioso dibujo que ilustra este texto, hecho con un boli bic durante la hora que duró la clase de matemáticas de hace tantitantos años. 

 Lo que mi amigo desconocía es que el profesor de matemáticas, no sólo conservaba aquella improvisada obra de arte, sino que la había enmarcado y lo tiene colgado en su casa. 

¿Quién fue el talento que dijo que las matemáticas no servían pa ná? 

 Manolo Martínez

 

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domingo, mayo 02, 2021

EL PUCHERO DE MI MADRE


 Antes, cuando abandonábamos el nido al casarnos, una de las primeras cosas que echábamos de menos era el puchero de nuestras madres. 

Aquellos pucheros eran otra cosa, había algo mágico en ellos. Tal era así que, entre arroces y fideos, había veces que llenábamos las cucharas de estrellas, que nuestras madres cogían del cielo para echárselas a puñaditos al caldo, uno por hermano y dos para el padre. 

Aquel caldo blanco le abría los brazos a todo, como las madres. Por él navegaba el migajón, que a pellizcos arrancaba mi padre del bollo sobrante, los picatostes que bailaban los días de fiesta abrazados al escaso jamón picado y al huevo duro…hasta la lluvia que, en forma de microscópicas bolitas blancas, chispeaban desde ese cielo de carne y dedos que son las manos de una madre.  


Y es que aquel puchero reunía todo cuánto significa el hogar: calor, cariño… y  el alivio que nos recomponía el cuerpo cuando veníamos de la feria jartito de manzanilla. Entonces, apretábamos los labios, nos poníamos lo más feo que sabíamos, y hacíamos un “puchero”, como el que hace el niño que vemos en la fotografía… tiempo le faltaba a tu madre para ponerte el bendito vaso de caldo firmado con dos hojas de hierbabuena.
 
A mi madre, a todas las madres

Manolo Martínez


sábado, mayo 01, 2021

DON AQUILINO Y LOS JÍBAROS


Todas las mañanas antes de entrar a clase rezábamos, repitiendo, como loros fervorosos, cada frase de la plegaria del señor director.

        Allí  arriba, al final de una escalinata de mármol, don Aquilino era Dios. Su voz nos llegaba con profunda claridad hasta los últimos de la fila. No es que Dios  –don Aquilino–, tuviese una voz portentosa, más bien la tenía aflautada, pero la asociación de padres –los pelotas de don Aquilino–, le habían regalado un megáfono. Prodigioso invento, salvo que alguna que otra vez, justo cuando el director iba terminando el mantra cristiano con el ...mas libranos del mal...”, aquel artefacto soltaba un pitido infernal que nos impedía entender el final de la oración. De inmediato desaparecía el chiflido y escuchábamos  con claridad: “... esta mierda... será de las pilas...”, frase que nosotros repetíamos fervorósamente: “...esta mierda... será de las pilas... amén“, como punto final de la oración, entre risitas contenidas. 

          A primera hora siempre teníamos lenguaje, y a última Educación Física. Entre ambas un infierno. Tantos teólogos intentando explicar tratados ininteligibles sobre la eternidad y yo la había descubierto en tan corto espacio de tiempo. La eternidad era, con toda seguridad, el intervalo de horas que transcurrían desde la clase de Lenguaje hasta la clase de Educación Física. 

            A punto estuve de comunicarle mi descubrimiento a don Aquilino pero, ¡que cojones¡,  con lo que me había costado dilucidar aquel dogma, y se lo iba yo a ofrecer gratis... já. Si alguna vez tuviese necesidad de un gran favor por su parte, intercambiaríamos mercedes. Don Aquilino era el típico profesor que me preguntaba sólo cuando yo no me sabía la respuesta. Me tenía estudiado y siempre me cazaba. Y eso que yo  –al menos en materia religiosa– intentaba comprender las enseñanzas de don Aquilino sobre los misterios cristianos. Lo hacía llevándome los milagros a mi terreno. Así, el tan apasionante milagro de Lázaro, era facilísimo de entender. Se producía este milagro al sonar el timbre que indicaba el final de la última clase. El timbre me murmullaba al oído:

            “Levántate y anda...” (... y vete ya a tu casa, Juanito).

Y así todo. ¿La Resurrección? Chupado. Cada vez  que mi compañero de comedor me intercambiaba por debajo de la mesa mi plato de macarrones con tomate por su postre de chocolate, yo resucitaba. La verdad, tampoco es tan difícil entender la religión y a los curas si pones un poco de interés, coño.  Bueno, sin coño, si no es imposible. Además, las madres ayudaban bastante en la pedagogía religiosa.

La mía me implantó el hábito de rezar de forma sutil, con sugerencias como: “Reza para que esta mancha salga de la alfombra“, y otras parecidas. Lo que sí era un auténtico misterio para mí, era comprender como sobrevivió mi generación a tantas horas de ayuno.                

                  Los días que comulgábamos –que eran los tres o cuatro días por semana que teníamos misa– debíamos permanecer sin probar bocado desde que nos levantábamos hasta que nos ofrecían el cuerpo de Cristo en forma de una oblea.

Ahora entiendo porque mamá acabó aficionándose a las misas, eran un plan de dietas rápido y barato.

Luego, los días de baño había que guardar otras dos horas de ayuno antes del remojo. Y como colofón, el comedor, lugar al que le tuve verdadero pánico por aquellos olores indefinibles, y donde mis ayunos eran más frecuentes que mis comidas.          




Una tarde, don Aquilino, nos anunció la visita de unos misioneros procedentes de lejanos países, que nos darían charlas sobre sus experiencias en la evangelización de otros mundos. Además, para hacer más comprensible y ameno su mensaje, habían traído consigo una exposición sobre las costumbres de los pueblos indígenas. Estupendo, al menos romperíamos la rutina diaria. Algo interesante habría en esa exposición. Y lo había. Al día siguiente lo descubriría. Al entrar en la sala de exposiciones pensé que aquello iba a ser un latazo. Ví cabezas de muñecas, feísimas por cierto, metidas en urnas de cristal. Pero cuando el misionero empezó a explicar que aquellas cabezas eran humanas, y no muñecos como pensábamos, todo cambió. Nos explicó que los jíbaros eran unos indios del altiplano ecuatoriano que reducían las cabezas de sus enemigos al tamaño de una naranja. No he vuelto a comerme una naranja.

Al parecer, esas cabezas reducidas les libraba de los espíritus malignos.

            ¡Como para no librarlos! De los malignos y de los benignos. Pero lo peor vino cuando nos deleitó con la receta para achicar los cráneos. Había que pelar la cabeza –supuse que primero había que haber matado al dueño, mas que nada, para no oír las quejas, pensé–. Pues bien, tras condimentarlas con secretas pócimas, la introducían en una olla, la ahuecaban sacándole todo –Dios mío, llegados a este punto tuve una horrible náusea y un temblor recorrió mi cuerpo desde los dedos de los pies hasta mis pestañas–

Luego nos explicó con detalle –había que ser morboso–  cómo le cosían el cuello y le introducían arena caliente por la boca. Aquel día pusieron en el comedor macarrones con tomate. Pueden ustedes imaginarse la cantidad de macarrones que comí. Al parecer, esa arena era la causante de la reducción.     Durante años, cada vez que íbamos a la playa, mantenía la boca cerrada y los dientes bien apretados, no fuera a ser que alguien se hubiese olvidado algunos granos de aquellas pócimas por allí y  me encogiese la cabeza en un plis-plas.

Por último, la cubrían con tierra y piedras. Al cabo de un tiempo la desenterraban, et voilà , ya teníamos la carita reducida. Nunca más salió el miedo de mi. 

          No sé por qué regla de tres saqué la conclusión de que aquello le ocurría a los que no se portaban bien y, en un trimestre, pasé a ser el número uno de la clase.

Me convertí en el empollón, el pelota, y no sucumbí a lo de chivato por poco.  No olvidaré el día que sorprendí a mi madre metiendo y sacando algo de una olla hirviendo. Parecía sujetarlo por unos flecos que parecían pelos. Tuve el presentimiento de que aquello era la cabeza de mi padre que mi madre estaba hirviendo como parte del proceso para achicarla como los jíbaros, y luego, exponerla encima del televisor, junto al toro de fieltro como a mi padre siempre le gustaron mucho los toros ... .

Mi madre discutía a menudo con mi padre, y aquella hipótesis no me pareció descabellada. Bueno…, descabellada sí que era.

                Eran casi las 10 de la noche y papá, que solía ser puntual, no había llegado a casa. Yo siempre pasaba mucho miedo hasta que volvía papá.               

Mi padre tenía que sobrevivir a un seiscientos sin cinturón de seguridad, sin airbag, y con más ocupantes de los permitidos por la Dirección General de Franco perdón, de Tráfico. Claro, que los niños de entonces también nos arriesgábamos de lo lindo montándonos en aquellas BH sin casco, o chupando agua sin embotellar en cualquier grifo, o columpiándonos en una simple cuerda que colgábamos de cualquier árbol... ¡qué horror!, cada vez que lo pienso se me eriza el vello,  hoy que le esterilizamos el chupete a nuestros hijos si le rozamos la mano.

Lo mismo que ocurre con la educación maternal. Estamos a años luz de nuestras madres. Por ejemplo, cuando nos enseñaban lenguaje encriptado,

No me... no me... , que te … que te... o aquellas  diarias clases de odontología:

Si me vuelves a contestar así te estampo los dientes contra la pared.

              Impagable. No hay color con la nueva metodología. Pero, claro, así nos va, que podemos poner en el futuro una granja de  gilipollas y no de hombres hechos y derechos. ¿Cómo nosotros?

              … bueno, volviendo a lo mío, como papá no llegaba, mamá insistía en que nos acostáramos ya. Seguro que era para finalizar el endiablado procedimiento y dejar la cabeza de mi progenitor del tamaño de una naranja. No pude más y se lo conté a mi hermana. La muy... se echó a reír a carcajadas. Hasta lloró de la risa.   ¿Tanto rencor le guardaba a papá por dejarla sin salir el fin de semana? No hay nada más cruel que un niño, pensé. Y me acosté. No conseguía dormirme. Estuve escuchando ruidos de cacerolas y artilugios metálicos mucho rato.

El proceso, pensé. Justo cuando tenía pensado descubrir a mi madre en plena faena, alguien encendió la luz de mi habitación y me dio un beso.

¡Era mi padre! Mamá no había podido con él. La verdad es que la cabeza de papá no era cualquier cosa, y reducir aquel tremendo cráneo no era tarea baladí. El domingo a mediodía mi madre nos explicaba  mientras comíamos lo costoso que le había sido preparar aquel pulpo a la gallega, introduciéndolo y sacándolo mil veces de una olla tan pequeña para aquel pedazo de animal.

            Mi padre y yo, de tácito acuerdo, la escuchábamos como si la estuviésemos creyendo. Fue un secreto  entre él y yo, del que aún hoy,  no hemos hablado. Los problemas de la pareja son para la pareja, por muy padres de uno que sean. Eso sí, lo que nunca permití, es que mi madre tuviera una olla lo suficientemente grande como para que cupiese la cabeza de papá.                    

Cuando por fin se fueron los misioneros, don Aquilino siguió con su metodología, sacada de un antiguo manual de la cristiandad (supongo que del medievo):

                   “La primera virtud que se ha de practicar al levantarse es la diligencia, saltando presurósamente de la cama en cuanto llegue la hora“, nos aconsejaba a golpe de megáfono. Yo, que no tenía un vocabulario extenso, interpreté que la diligencia era ese carro de cuatro ruedas tirado por caballos que utilizaban en las películas del oeste. Así que yo me imaginaba que la cama era la diligencia  que yo tenía que abandonar saltando, literalmente, para no despeñarme por algún desfiladero hacía el que corrían 4 caballos desbocados. Yo era Johnn Wayne  jibarizado,  con mis patitas arqueadas y mi mirada, tierna y dura a la vez.

Aún hoy, cuando dan las siete de la mañana, asusto a mi mujer cuando abandono la cama como disparado por un potente resorte, y es que el jodido de don Aquilino, cuando enseñaba algo, era para toda la vida, no como hoy.          

Otra definición  de nuestro libro de cabecera me tuvo en vela muchas noches. Era la definición de demonio, que decía así: “el demonio tiene miedo de la gente alegre“. Aquello dió cuerpo a mis sospechas, don Aquilino era el demonio con sotana. Tan sólo le vi sonreír  una vez.

            Era una sonrisa  a la que habría que haberle hecho la prueba del carbono 14, para detectar en que año comenzaron los músculos de la boca a desplazarse, hasta conseguir aquel esbozo de sutil alegría.

                     Luego, un verano, de repente, se acabó el colegio. Después de muchos años compartiendo miedos, amenazas y algunas risas, un puñado de indecisos aterrizamos en el bachillerato. Más libros pero menos control, más chicas y menos miedos. Libertad a sorbitos, la adolescencia irrumpió como un trueno, iluminándolo todo. Y yo me convertí en pura fantasía. Creí que nunca pasaría. Y que si pasaba vendría una segunda juventud y una tercera. Y no fue así. Tras la adolescencia, me asustó la vida. Llegó sin avisar, ese ente intangible, con el que me amenazaba siempre mi padre: –Ya te enterarás...

Y vaya si me enteré, si me estoy enterando. La he conocido en una de sus menos apetitosas formas, como doña rutina, cuando los días son una interminable sucesión de minutos preñados de segundos. También la he catado como quitadogmas, arrebatándome las verdades que me cubrían como capas de cebollas. Ni los más listos eran los más ricos, ni los más buenos los más felices, ni los malos iban al infierno..., joder…, habían estado engañándome durante 14 años.

En fin, a estas alturas de mi vida, puedo asegurarles que mi infancia, como la de muchos niños de mi generación, fue inolvidable, por mucho que se empeñe el terapeuta en borrarla del sistema límbico. Yo, como otros, intenté exorcizarla  con mucho yoga, ejercicio físico, una alimentación a base de mucha soja (para el tránsito intestinal) y  omega 3, y la escritura (para el tránsito cerebral).  La escritura  le regaló  una tabla de salvación a mi autoestima. Y empecé a convivir conmigo mismo, pero no podía pagar ni la omega 3, ni la soja. No había talento no sé si por mi parte, por parte de quienes me leían, o por quienes ni siquiera me leían, que eran los más.

El caso es que yo no podía llevar comida a mi nido, y  me entregué a ese horror de trabajar 8 horas diarias, de lunes a viernes, en la cárcel de una oficina, sentado y estoico, como un Bartleby cualquiera. 

Yo, como el personaje de La Espuma de los días, trabajaba sólo y exclusívamente para poder regalarle flores a mi amada (aparte de pagarme la soja y el omega). Para mi necesitaba poco, pero a mi amada y a mis polluelos no podía faltarles de nada. Y trabajé. Y dejé de escribir. Pero antes de hacerlo decidí apurar mis dos últimos cartuchos y presenté mis dos últimas novelas a un concurso de reconocido prestigio. Las bases dejaban bien claro, que sólo se permitía una obra por autor.

Tenía claro que no volvería a escribir, hice trampas y presenté las dos. Una la inscribí con los datos de mi mejor amigo, por cierto, la que él me aconsejó no presentar por que le resultaba pésima. Pero gané. Me llevé el primer premio, tan bien dotado económicamente, como para escribir con desahogo los próximos veinte años. Sólo había un pequeño problema la novela que ganó fue la que presenté con la firma de mi amigo, Memorias de un vaina. El título lo decía todo. Gané sin ganar. La foto de mi camarada inundó todos los periódicos especializados de la prensa nacional. Mi socio se paseo por todas las televisiones y le propusieron un contrato de por vida con una importantísima editorial.

Estaba condenado el resto de mi vida a escribirle a mi amigo. Nadie supo nunca la verdad, sólo nosotros dos, pero pude vivir toda mi vida de lo que siempre amé, escribir.

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A don Aquilino, por sus hostias y sus ostias, que casi lograron  hacer de mi un infeliz. 

... pero aprendí a nadar contracorriente, escribiendo, y me salvé. 

                                            Manolo  Martínez

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