La primera cerveza caía en cualquier peña, bética o sevillista, porque en ellas nos cundía más el poco dinero que manejábamos entonces.
Luego ahuecábamos las manos y encendíamos un ducado, tras frotar la cerilla con la caja. Chupetón del diez y a echar humo como el Carmonilla.
— Psss…Psss…allí vienen ya —nos avisaba siempre Pepillo, que era el más…eso —
Lo único que nos quedaba para rematar bien la noche era bailar medioquè el rocanrol delante de aquellas niñas, sin hacernos un nudo con los pies como la última vez.
Que fácil era vivir entonces. Pero llegó el destino, como un disparo, que diría Blanco Garza, y nos puso la zanahoria delante del hocico.
Por el camino las piedras de todos los caminos: el acné, los logaritmos, las nóminas, la incertidumbre del vivir, hasta que por fin entiendes, casi siempre tarde, que la madre del cordero es ser, no tener, y, sin embargo, te has dejado las tiras del pellejo intentando tener y olvidándote el ser.
¿Y la zanahoria? Ya no vemos la zanahoria. Volvemos a ser libres.
Manolo Martínez
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