Hace treinta nochebuenas mi mujer compró este árbol de navidad.
Puede que sea el único superviviente a la escabechina del recambio de los enseres de la casa: cocina, sofá, lavadora, chismes y cacharros. Ni el negro del pelo se ha quedado en su sitio.
Pero, el árbol que compró mi mujer, sigue con nosotros. Está igual desde 1991. Si acaso, un desconchón en la rodilla del niño que lleva en su mano la estrella, pero ¿qué menos?, lleva treinta años subiendo la misma escalera.
Igual tiene artrosis, pero tal y como está la sanidad, ni se me ha ocurrido pedirle cita. Yo llevo un año esperando que me operen de menisco y no voy a llevar al muñeco para que lo revisen antes que a mi.
Cada navidad, cuando sacamos los chismitos para adornar la casa, lo primero que rescatamos de la caja de cartón es el árbol. Hicimos una tradición de apuntarle, en la base, el año en que nos encontramos.
Yo, que no soy torpe, he advertido que me estoy quedando sin sitio para anotar los años. ¿Por qué compraría mi mujer un arbolito tan pequeño?
Por eso, ahora, cuando mis hijos anotan el año, les cojo la mano y les guío para que hagan virguerías en el trazado de la caligrafía, incluso les riño, para que escriban los números los más pequeñitos posible.
Tengo que estirar al máximo el espacio que me queda en el árbol. Estoy pensando en contratar la próxima navidad, a uno de esos artistas que escriben el Quijote en un grano de arroz, así podremos apuntar mil años, o más.
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