Cuenta, José Luís Sampedro, que el urogallo en celo llama a la hembra con un canto muy especial.
Se llena de aire y se le hincha la cara, de tal manera, que se le enciende todo. Se ciega, no ve, no oye, no se entera de nada (parece que acabase de salir de la taberna el sábado tras el partido de fútbol).
Es el momento que aprovechan los cazadores para acercarse y pegarle un tiro.
Sampedro reivindica morir como el urogallo, en pleno éxtasis amoroso.
Hay una vasta relación de estudios sobre el aturdimiento al que sucumbe el ser humano cuando se enamora, con especial incidencia en el macho.
Las alteraciones que sufre el hombre cuando Cupido hace diana quedan sujetas a la globalización, de tal forma que afecta a la psique, al soma y al alma, los tres elementos que conforman al hombre.
Ejemplo claro de esta somatización del amor, o el desamor, es Florentino Ariza, personaje que en palabras de García Márquez se debate entre vómitos verdes, cagantinas, desmayos y una necesidad urgente de morir, es decir, su mal de amores le regala los mismos síntomas que el cólera.
La química del cerebro seducido se alborota hasta el punto de afectar, no sólo al aspecto del encandilado, sino a su conducta. No se pueden decir, ni hacer, más tonterías que en los primeros momentos de la efervescencia amorosa.
Apenas reflexionemos un poco veremos que la lógica, como siempre, se impone. Somos animalitos, racionales, educados, a veces, con corbata y los dientes blanqueados, pero animalitos manque nos pese.
Esperemos, que la parte frontal de nuestro cerebro, la más evolucionada, siga impidiéndonos copiar los comportamientos de algunos congéneres del reino animal, como el de la mantis religiosa, cuya hembra mata al macho, en la antesala del acto sexual, ya que los cuerpos de ambos no pueden acoplarse, si no le arranca antes la cabeza al macho. O la de una especie de araña en la que la hembra se come al macho durante la cópula.
Manolo Martínez
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