Aquellos pucheros eran otra cosa, había algo mágico en ellos. Tal era así que, entre arroces y fideos, había veces que llenábamos las cucharas de estrellas, que nuestras madres cogían del cielo para echárselas a puñaditos al caldo, uno por hermano y dos para el padre.
Aquel caldo blanco le abría los brazos a todo, como las madres. Por él navegaba el migajón, que a pellizcos arrancaba mi padre del bollo sobrante, los picatostes que bailaban los días de fiesta abrazados al escaso jamón picado y al huevo duro…hasta la lluvia que, en forma de microscópicas bolitas blancas, chispeaban desde ese cielo de carne y dedos que son las manos de una madre.
Manolo Martínez
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