Habrá pescaíto gratis, pensé, pero el
caso es que no vi a ningún abuelo con el ticket en la mano. Que raro…sólo había
gente de mi quinta. Todos iban arremangaos, pero curiosamente de un solo brazo,
cosa que no me extrañó porque los de mi quinta hacemos cosas muy raras cuando
empezamos a envejecer intentando aparentar menos años.
Pero, conforme me acercaba a la caseta, me escamó que no oliera a ese maravilloso aroma a
pescaíto frito que se derrama de los peroles inundando las calles de la feria.
Olía raro, como a desinfectante… me imaginé que no habrían cambiado todavía el
aceite.
Por no molestar, me puse al final de la cola sin preguntar, y me arremangué
un solo brazo, para no desentonar con los que tenía delante.
Hete aquí que cuando llegué a la barra no había barra, sólo unas
cuántas mujeres vestidas con un traje de flamenca mu raro, blanco y sin
volantes, muy soso la verdad. A la primera que me tropecé le disparé:
—Señorita, por favor…, ¿me pone una de calamares y media de mero frito?
La flamenca blanca, muy amable, dicho sea de paso, me miró raro y luego me
contestó:
—Lo siento, sólo nos queda algo de Moderna y
unas cuántas Pfizer.
—¿Boquerones tampoco? —insistí yo.
—Ah… mire usté… alguno queda, pero tiene que ser
en vena…—no me gustó el tono en que me los ofreció, como de cachondeo, pero
siendo boquerones…
—Venga…póngamelos.
Entonces cogió una jeringuilla y me hincó en el hombro la media ración de bichitos
atontaos mientras me cantaba:
—Mírala cara a cara que es la primera…
—Gracias señorita —le dije— ha sido el mejor
pescaíto de mi vida.
(…y gracias a todas esas flamencas sin volantes,
que nos habéis regalado un ticket para volver el año que viene, y de verdad de
las buenas, ¡no se puede ir más guapa a la feria!)
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