Cada vez que tengo
un conque que resolver me siento delante de la pecera de mis hijos y observo el
silencioso ir y venir de los peces de colores.
Pablo, el mayor,
reconoce al momento si alguno tiene problemas, cuando ve que se quedan en el
fondo de la pecera o nadan sin prisa cuando les echa la comida. Eso le preocupa
y le falta tiempo para buscar información.
El otro día nos
sentamos mi mujer y yo a ver a los "niños", que es como llamamos a
los peces de colores. Pegado a la paridera que Pablo y Ángel instalaron para
apartar a los recién nacidos, había un pez macho. No se retiraba de allí porque
dentro estaba su pareja a punto de parir. ¡Qué hermoso el instinto animal!, nos
dijimos. Al final son igual que nosotros. A lo mejor no saben hacer raíces
cuadradas ni se visten en Zara, pero en lo básico...
Pablo no quiere que
nada malo les pase a sus peces de colores, como nosotros con ellos, por eso, a
veces pensamos, que no estaría mal meter a los hijos en una pecera y verles
crecer allí, sin malas compañías, sin alcohol ni tabaco, sin coger el coche,
sin deshoras, sin ninguno de los miedos que nos azuzan a los padres.
No nos cansamos de
observar los peces de nuestros hijos. Nos da paz. Les damos de comer, les
remiramos, les apagamos las luces y cerramos la puerta del cuarto en el que
está la pecera. Pablo siempre se vuelve en el último momento, abre un poquito
la puerta y, por la rendija, les echa el último vistazo. Pues como nosotros...
Manolo Martínez
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