CARPE DIEM



Dentro de veinte años, lamentarás más las cosas que no hiciste, que las que sí hiciste. Así que, suelta amarras y abandona el puerto seguro. Atrapa los vientos en tus velas. Explora. Sueña. Descubre.


domingo, julio 24, 2022

CATALINA

Todas las mañanas compro el pan antes de ir al trabajo. 

En el camino paso delante de este árbol alumbrado por esa farola, y cada vez que lo hago, se me viene a la cabeza un nombre, Catalina.

     Catalina era tía de mi padre y era una extremeña guapa, alta y decidida en sus maneras. 

           Siempre la recuerdo en su enorme cocina, en la que todos los días comían un millón de personas, o eso me parecía a mí que nunca había visto tanta gente comiendo junta. 

La memoria me regala volver a verla sentada en la puerta de su casa, la que todavía hoy está detrás de ese árbol alumbrado. 

Allí se reunían, las noches de verano, Catalina y un puñado de vecinas de la calle San Francisco. 

Cada vez que, de niño, iba o venía de paseo con mis padres, parábamos en aquella tertulia callejera en sillas de enea. Allí nos poníamos al día de las noticias del barrio. 

        —  Y Manolito, ¿cómo va en el colegio? Tiene cara de bueno, —le preguntaba Catalina a mi padre— 

—  Dile tus notas… —me indicaba mi padre mientras me zamarreaba la mano que por nada del mundo yo le soltaba— 

— En Lengua un nueve, un ocho en Matemáticas…,y…en Pretecnológicas… un cuatro. Es que no me sale la Torre Eiffel con palillos. Siempre se me cae cuando pongo el último.             

            

  Me gusta comprar el pan cada mañana, porque esa compra me lleva a ese árbol, y ese árbol me lleva hasta el recuerdo de Catalina, y Catalina me pone, cada mañana, la mano de mi padre en mi mano, como cuando me llevaba al colegio, sólo que ahora no me espera don Andrés para llevarme cogido por la oreja hasta el pupitre si llegaba tarde. 

Por cierto, todavía hoy, me agarro la oreja instintívamente, cuando meto el dedo para picar en el reloj del trabajo, y eso que nunca llego tarde. 

Pero hay cosas que se quedan con uno hasta el fin de sus días, como Catalina, su cocina, su tertulia, mi cara de apamplao viendo como la Torre Eiffel de palillos se derrumbaba una y otra vez al poner el último, o mi oreja en la mano de don Andrés.

 Manolo Martínez

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