Es invierno de 2025. Fuera llueve a cántaros y hace frío, por eso le pedimos la última cerveza a Alberto del Goya.
Cuando salimos nos despedimos, y yo me dejo caer por la calle Prim, hasta llegar a la calle San Pedro. Allí entro en Gamero, 1980. Me esperan cuatro amigos tomándose cuatro cervezas con dos pez de espadas y dos huevos bechamel, mientras el camarero, Antonio, pone a parir al árbitro que había pitado un penalti contra el Sevilla.
Pago y salgo de nuevo a la calle. Ahora llego al Mesón de la Reja, y en un plís plás me planto, de la mano de mi madre, en Muebles Barrera, 1976. Allí recogemos el cuadro de los perros atacando a un ciervo que Antonio Cabello nos tenía apartado.
Pero, al abrir la puerta ahora, me encuentro a Luís, padre de Alberto, a su madre, Isabel, asomada a la ventanilla de la cocina, y a Veneno, 1969.
— Una cerveza, un vino dulce y ¿una fanta?, — me pregunta mi padre antes de pasarle la petición a Veneno.
— Y calamares, — le pido yo mientras veo la tapa del cefalópodo en manos de un niño de mi edad al que su padre le advierte:
— Enrique, con cuidado que los vas a dejar caer.
Cuarenta y tantos años después, hoy, 2025, aquel niño del que se me antojó la tapa que llevaba en las manos, tiene ya el pelo blanco, y es uno de mis mejores amigos.
Me cuenta, mientras miramos por la ventana del Goya como llueve a cántaros, que de chico, cuando iba al Goya con sus padres siempre pedía calamares.
Manolo Martínez
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1 comentario:
Tengo un amigo escritor que cuando escribe lo sabido, por vivido y recordado tras una cerveza, me hace entrañable cada momento, y volver a vivir lo que ahora da sustento a aquellos días. Gracias, no dejes de refrescarnos también en verano.
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