La víspera de Nochebuena, mientras yo inmovilizaba al animalito cruzándole las alas,
mi padre lo mandaba al otro barrio sin ni siquiera leerle sus derechos.
El día de Nochebuena, por la mañana, mi madre guisaba aquel pavo y la casa entera olía a gloria.
Al día siguiente, con el caldo sobrante y cuatro rebanás de pan, mi madre componía el manjar preferido de mi padre, y hoy mío, la sopa amarilla. La llamábamos amarilla para distinguirla de la blanca, que era la del puchero.
Luego, un poco de tele, alguna riña por la hora de vuelta a casa y mucho peine y agua, porque entonces aún llenábamos el peine de pelo, y poco más.
Tiras de oro y de plata, verdes, azules y rojas..., y besos, con sabor a turrón del blando por parte de los abuelos.
Así era una navidad cualquiera hace más de cincuenta años. Si acaso cambiábamos el pavo por gallo, o cualquier otro bicho que tuviera pico y plumas.
Hoy tenemos mejores casas que nuestros padres, muchos más adornos con los que inundar nuestros hogares, y un árbol que coge todo el salón.
Díganme, ¿acaso todo eso hace mejor esta navidad que la de las sopas amarillas?
Manolo Martínez
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