Y de todos ellas: -la zapatería, la herrería, la sastrería, el taller de mecánico- , el que más me gustaba era una carpintería regentada por un hombre que era muy alegre, muy hablador y muy borracho, que se llamaba Hilario, pero que todos conocían por el Maestro Agujero porque tenía un agujero hondo en la mejilla de un tiro que recibió durante una trifulca.
Pese al agujero, y a todo esto, era un hombre atractivo que hacía suspirar a las mujeres, aunque quizás fuese más por su labia que por su figura.
El maestro agujero trabajaba poco y muy despacio, y tardaba mucho en hacer los encargos, pues, casi todo el tiempo se le iba en hablar, en beber vino y en jugar con sus pájaros amaestrados.
Pero todo el mundo le perdonaba las informalidades porque no había manera de enfadarse con él, de lo desmesurado y bromista que era. Y eso es lo que me gustaba a mí de la carpintería, el ambiente festivo y el que estuviese llena de pájaros que iban de un lado para otro, que graznaban, que se posaban en el hombro o en la cabeza del Maestro Agujero, que siempre tenía el vaso de vino al lado, y la cabeza llena de plumas y virutas.
Cuando salíamos de allí, mi padre me preguntaba si me había gustado aquel modo de ganarse la vida, y yo siempre le decía que sí.
Entonces él se ponía a hablar apasionadamente de lo bien que iba a vivir cuando fuese abogado. Y nada de monos, ni mandiles. Un buen abogado, con una firma, ganaba más en un día que un carpintero en todo el año. Pero yo lo que quería de verdad era amaestrar pájaros, hablar a voces, reírme y beber vino, y de vez en cuando trabajar un poquito”.
Luís Landero, “El balcón en invierno”

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