Contar los recuerdos es regarlos para que permanezcan vivos. Procedo a regar uno.
Cuando apenas rozaba yo la decena de años, tenía la costumbre de, al sentarme a comer, acercarme un jarrillo de lata lleno de agua que siempre presidía la mesa en mi casa. Mi intención no era acaparar todo el liquido elemento para mi solo, más bien era impedir que nadie, aparte de mi mismo, bebiera de aquel cacharrillo. Parece lo mismo, pero no lo es. Yo fuí un niño delicado, por lo que no era de mi agrado compartir con alguien cubiertos o vasos. Y si, además, ese alguien, albergaba la suficiente cantidad de años como para que la lozanía y tersura hubiesen dejado de ser compañeras de su boca, menos aún. Abreviando, que no quería que mi abuela bebiera, antes que yo, en aquel jarrillo con agua. Me reconcomía aquella desatención, debida a mis pamplinas, pero no podía sortear el hecho de ser tan melindroso. Tal era mi cuidado para que nuestras bocas no tuvieran el común encuentro de la delgada hojalata, que además de la custodia a que sometía al jarrillo, me inventé una estrafalaria forma de beber. Bebía al revés, es decir, sujetaba el recipiente por su panza con ambas manos y, con el asa dándome en la barbilla, empinaba la lata con sumo cuidado. Bebía por el mínimo espacio que quedaba libre, entre la parte superior del asa y el borde del cacharro. Era una estampa grotesca. O bebía a ínfimos sorbitos, o me derramaba el agua encima. Pero tanto esfuerzo merecía la pena, si al final, mi hocico era el único que besaba aquel trozo virgen de hojalata.
Un fatídico día, pese a mi perpetua guardia durante los veinte minutos que duraba la comida, mi abuela alcanzó el jarrillo de agua antes que yo. Entremetió su mano, aprovechando mi indefensión, ya que en aquel momento tenía yo las mías ocupadas cortando un filete, y se dispuso a beber. Yo, por distraerme de la contrariedad, levánteme, el tiempo que dura un soplo, a subir el volumen del televisor. Cuando volví, ya estaba la lata de agua junto a mi plato. Entonces, se apoderó de mí una irreprimible sed, tanta, que no pude sobrellevarla y sucumbí. Bebí, como si nunca hubiese bebido. Bebí como sólo yo podía beber, con el asa tropezando en mi barbilla. Y justo en ese molesto momento, en que acomodaba mi boca al asidero , me endosó mi abuela :
- Uy, qué grasioso Manolito, bebes por el mismo sitio que yo.
Desde entonces, en lo alto de mi mesa no falta un búcaro, y a mis hijos, antes de enseñarles a hablar, les instruyo en el arte de beber al chorro.
Manolo Martínez