Hace unos días, por cuestiones de trabajo,
tuve que cerrar la biblioteca. Comprobar que todos los usuarios hubieran
salido, cerrar puertas y ventanas, y apagar luces.
No es difícil, en el silencio de la
ausencia, escuchar algún que otro ruído.
Es más, en un edificio de esas
dimensiones, cualquier crujido de la madera que allí vive, se convierte,
rápidamente, en un lamento o cuchicheo.
Yo nunca había estado en esa estancia de
la biblioteca, por eso, tras desconectar el aire acondicionado y apagar las
luces dejando la sala en la penumbra que le daba la luz de la calle, no me
esperaba, en ningún momento, que al girarme para cerrar la puerta, un niño montado en una bicicleta me estuviese
mirando fíjamente.
Juro que no grité. Ni lloré. Pero tuve
ganas de ambas cosas cuando se me aflojaron las piernas y se me cayeron las
llaves al suelo, que tuve que recoger a tientas bajo la atenta mirada de aquel
gigantesco niño.
Pegué un pingo
(respingo para los bien hablados) que, sin saber cómo, me dejó en menos dos, en
la puerta de la biblioteca, cerrándola por fuera.
Pues resulta que aquel señor, José Manuel Muñoz Sánchez, era el nieto del niño de la bicicleta y, además, el autor de aquella exquisita pintura en la que, José Manuel, con apenas veinte años, había retratado a su abuelo cuándo éste era un niño.
En una breve conversación, el pintor y nieto del niño de la bicicleta, se delató como artista que es, cuando compartió conmigo que lo importante del arte eran las múltiples lecturas que cada observador hace de él. Me pareció un apunte, no por obvio, menos enriquecedor, y dando buena cuenta del generoso espíritu que normalmente alienta a los artistas a ejecutar obras que nos hagan sentir cosas, a abrirnos el alma en canal.
Gracias, José Manuel, por dejar que sea tu abuelo el que custodie un lugar en el que el conocimiento manda. Y enhorabuena por despertar emociones en los demás, que aunque en mi caso la primera fuera miedo, ahora ya es admiración.
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