La Orotava,
Septiembre de 2023
I.- LO QUE DEJA EL INCENDIO
“Todavía huele
a quemado. Tú porque no hueles, pero mira las toallas. ¿No notas el olor a
humo?” Son las 9 y media de la noche del 3 de septiembre. Hace solo diez
minutos que hemos vuelto a casa quince días después, sanos y salvos gracias a
los dioses protectores de la aviación comercial, tras cinco trayectos de vuelo
con Vueling: Tenerife Norte-Sevilla, Sevilla-Barcelona, Barcelona-Menorca,
Menorca-Barcelona, Barcelona-Tenerife Norte.
Salimos de la
isla el sábado 19 de agosto, cuando el fuego llevaba casi cuatro días ya
creciendo con prisa y sin pausa, descontrolado, feroz, imparable. Salimos con un
cierto (y acaso estúpido) malestar de desertores. No podíamos hacer nada: los
estados contemporáneos del primer mundo disponen de cuerpos de bomberos, de
unidades militares de emergencia, de miríadas de efectivos de protección civil,
de legiones de especialistas multidiversos que garantizan nuestra seguridad
ante todo tipo de catástrofes, incendios provocados incluidos; y cuentan además
con medios terrestres y aéreos tecnológicamente supersofisticados. Pero aún así
uno se queda con esa cosilla (es mucho decir remordimiento), primitiva si se
quiere, de no enfrascarse en la defensa común contra un cataclismo de tales
dimensiones.
Sus dotes
olfativas la despertaron de madrugada. A través de la ventana doble del salón
vio cómo ardía la ladera de Tamaide, el salto fatal de las lenguas de fuego de
la vertiente sur a la vertiente norte. Me contaba de camino al aeropuerto que
relucían las llamaradas en la oscuridad de manera espeluznante. Yo no me
desperté. Lo que sí que
noté por la mañana, fabricando el
desayuno cotidiano, fue una incipiente capa de ceniza apocalíptica sobre la
tapa blanca de la hervidora, que estaba como de costumbre justo al lado de la
ventana entreabierta de la cocina. Como una especie de leve síndrome de la
Pompeya antigua podría decirse que sentí.
Nos fuimos,
abandonamos el barco en avión, dejamos la isla en llamas.
A la vuelta, el
olor a humo. Al día siguiente, la luz del sol mostrando impúdica el macabro
rastro marrón de los pinares chamuscados, las huellas de la avaricia del fuego
en las medianías. Las cumbres de la corona forestal ya no son del todo verdes.
Menos vegetación: más calor; menos humedad: más fuego; menos agua: más
muerte.Una ecuación irrefutable.
Aparte de la
enorme extensión de superficie quemada, de las mareantes cifras de evacuados y
damnificados, del dineral que costaría el colosal despliegue para extinguirlo,
el incendio deja otros muchos daños que no pueden medirse. Nadie contó los
árboles calcinados. Nadie calculó los animales muertos.
Nadie
cuantificó el desconsuelo de la gente. Más que el olor a humo en las toallas
durará la memoria del espanto, del horror, de la tragedia; y el malestar
inefable y amargo de la rabia, de la ira contra este atentado criminal contra
lo común y contra el sentido común.
Los altavoces
mediáticos cacarean a bombo y platillo que el incendio está controlado, pero
todavía siguen ardiendo bajo tierra las raíces de los pinos.
II.- LO QUE DICE LA GENTE
La gente habla mucho de muchas cosas. Del incendio también. La gente, aunque no le preguntes, dice, por ejemplo:
“¡Qué desastre! ¡Qué canallada! ¡Qué sinvergonzonería!”
“Los que lo hicieron sabían cómo hacerlo”.
“Canallas los que le meten fuego al monte, pero sinvergüenzas los que tardan tanto en apagarlo. Que después ni siquiera dimite ninguno. ¡Chiquita caradura!”
“Parece mentira que un turista tarde menos en llegar desde la península a Tenerifeque muchos de los recursos humanos y técnicos necesarios para las tareas de extinción”.
“Es increíble que, después de quince días de temperaturas extremas, no haya un puto dron dando vueltas por la isla, aunque solo sea por prevenir”.
“¡Con los adelantos que hay hoy en día y que pase esto! Si fueron hace poco a pedirme permiso para grabar imágenes de la granja, para una serie, unos fulanos de una productora de esas, y yo les empecé a explicar que aquello era una vaquería, y que lo más que habían allí eran animales. Y van y me dicen los tipos que ya, que conocen el sitio, y me enseñan unas fotos que habían hecho desde el aire. Me quedé de piedra. Nos tienen tan controlados con los satélites y los drones y la puta su madre que los parió, que yo creo, mire usted, que lo ven a uno hasta cagando, con perdón de la palabra”.
“Yo no creo en los milagros, pero nosotros tenemos una finca cerca de Pinolere, y estábamos viendo las llamas acercarse, y justo en ese momento un helicóptero soltó una carga de agua y se salvó la finca. Por poquito, pero se salvó. Como que Dios puso su mano”. La última frase no la dijo; pero yo la oí
“¡Mi madre, la pobre, con 81 años sacándola de mi casa a las 3 y media de la mañana! ¡Personas encamadas dejando su casa! Mi marido, que tiene una mula, cuatro cabras, y conejos, y gallinas, tuvo que traerse todos los animales pa’ bajo. Yo estuve durmiendo casi una semana en casa de Doña Estela. Y estuve llorando cuatro o cinco días, por la impotencia que sentí. Después ya se me fue pasando”.
“Yo misma saqué comida al balcón de mi casa para darle de comer a las bandadas de pájaros que bajaban de la cumbre huyendo del fuego”.
“¡Ni siquiera el incendio puede acabar con tanta belleza!”
Hablaron un camarero jubilado, un profesor jubilado, una profesora jubilada, un
pianista, una limpiadora en activo, otra emérita y el dueño de una venta en la que vende, como producto estrella, pollos frescos del país.
Hay también muchos que no hablan, que no pueden ni hablar, mudos ante la barbarie. Les duele demasiado el incendio, porque son de otra época, de cuando el monte, la cumbre, servía para uso y disfrute de la gente: recoger pinocha, cazar conejos, patear senderos, pasear al perro, comer y beber al aire libre, dormir a la intemperie sobre una manta vieja bajo el cielo estrellado y las retamas. Ahora ya hay que pedir permiso para todo: la isla está llena de espacios protegidos escandalosamente indefensos.
III.- LA VIRGEN DE LAS CANDELAS
El hecho, nefasto y luctuoso, de que, como por arte de magia, negra y maliciosa, brotara fuego de la tierra por varios puntos del barranco de Arafo la madrugada del miércoles 16 del último y tórrido agosto, horas después de finalizadas las celebraciones litúrgicas en honor de la Virgen de Candelaria (“la más bonita, la más morena”), hizo que Fulgencio Hernández, nacido, crecido y domiciliado en La Corujera (el barrio más occidental del municipio tinerfeño de Santa Úrsula), y cuyo nivel de estudios no fue nunca más allá de un ciclo de cocina que le permitió emplearse con contrato indefinido y decente en los fogones de un restaurante modesto, reparara en el nombre de la patrona de su isla. Por cierto, ¿no habría que decir matrona?
“¿La Virgen de Candelaria? ¡La Virgen de las Candelas!”, se quedó pensando el viernes mientras hacía un majado para un potaje de berros y el incendio se expandía enfurecido. “Estaban también la Virgen del Carmen, la del Rosario, la de las Mercedes, la de Remedios, la del Buen Viaje, la de Afligidos, la del Pino”, se decía, afanado,
fregando la loza. Y supuso con buen criterio, aunque sin fundamento académico alguno ni intenciones heréticas de ninguna clase, que cada uno de los nombres de las vírgenes tendría su razón de ser.
Como razón del nombre de la Morenita bien podría pensarse en las hogueras, las candelas, que los antiguos isleños encenderían contra el frío, el hambre y la soledad. O quizá en el relámpago mágico, incandescente y mortífero que escupían los arcabuces de los conquistadores españoles. Pudiera ser incluso que tanto nativos como advenedizos supieran por tradición que este peñasco atlántico se asentaba sobre un infierno hirviente de magma imprevisible, morada del diabólico Guayota, que hervía y humeaba en el corazón sulfuroso del padre Echeyde. El encargo de tres raciones de carne de cabra y otras tantas de papas con piñas y costillas lo liberó de semejantes elucubraciones.
“¿La Virgen de las Candelas?” Este fuego, que el domingo había llegado ya, implacable y terrible, casi a las puertas de su propia casa, no lo prendió la flecha encendida de ningún guerrero guanche, ni la pólvora de los hombres metálicos de corazas y yelmos, ni tampoco un río de lava escapado de las entrañas del volcán. “¿Sería la Candelaria patrona también de los pirómanos? ¿No pudo ella protegernos con su manto divino? ¡No iba a querer la Virgen, en su bondad infinita, que se quemara la cumbre!” “Dame un príncipe Alberto y cuatro quesillos con nata”.
“Lo mismo La Corujera se llamaba así porque habría por allí muchas corujas”, pensó el lunes de camino al trabajo. El incendio, fuera de control, ambicioso y voraz, prendió también en las entendederas de Fulgencio Hernández: sin poder evitarlo, empezó a fijarse en los nombres de las cosas: había probado el veneno de la diosa virgen de los ojos de lechuza.