“He aprendido a no intentar convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”.
Una maravillosa consejera, y amiga, me “echó en cara” esta reflexión cuando yo buscaba explicaciones, consuelo, o quizás sólo excusas. El caso es que esas palabras de Saramago cayeron como un alud sobre algo tan atávico como las razones de los cojones.
Puede que cojones sea la palabra estrella de los vocablos españoles. Los tenemos en la boca a diario, en cuánto la adrenalina nos los toca: “¡Enga...cojones!”
Son el santo y seña, el marchamo de nuestros enojos. Oposiciones, mal de amores y otros escalones de la vida los afrontamos con un amenazante “por mis cojones”.
Unos les llaman tener agallas, otros dicen que son redaños, pero “tener cojones” es un grado más, un plus, la supuesta garantía de que las cosas ocurrirán sólo por echarle cojones, como si nuestro tótem fuera el gigantesco toro de Osborne y sus colgantes testículos.
Tan así era antes que en una manifestación que discurrió por Madrid allá por los años cuarenta, se hizo famosa una pancarta que rezaba:
“SI ELLOS TIENEN ONU, NOSOTROS TENEMOS DOS”
…y no, no se trata del número, ni del tamaño, de las gónadas,
testículos o cojones, ni mucho menos, ni siquiera de razones, que, como dice un
amigo mío: ¿qué es la razón, Manolo?, si cada uno tiene la suya.
Es algo más sutil, y más fácil.
Para “tocar” el alma de las personas, para entendernos, sólo
es necesario aceptar, y respetar, que cada uno concibe el mundo de una forma, y
que ese “vivir a mi manera” es tan lícito como el tuyo, o el suyo.
Manolo Martínez
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