Son las quisicosas, preguntas cuyas
respuestas revolotean como las moscas en verano, van y vienen, pero ni se van
ni se quedan, solo molestan. Se empujan entre sí hasta escapar de tu frente
como el sudor, y siempre son las mismas: ¿por qué estamos aquí?, ¿para qué?, ¿y
después qué?
Las quisicosas atrancan todas las puertas de salida hasta que, cuando menos las esperas, aparecen las respuestas. En mi caso, y en mi casa, irrumpieron en forma de risas, hoy, dos décadas después, vienen todos los viernes a pedirme la paga de la semana. Son dos, rubios y guapos, y traen con su sola presencia todas las incertidumbres resueltas.
Por ellos me gusta hacer trampas en los retratos, y allí, en aquella mentira de papel, me pego junto a mis dos hijos cuando yo tenía la misma edad que ellos en la imagen. Así engaño al tiempo para imaginarme compartiendo juegos.
Pablo, el mayor, en sus años de monaguillo; Ángel, el más chico, buscando la perspectiva al guiñar un ojo tras una espiga de trigo, y Manolo, usease yo, con cara de bueno mientras escondo las malas ideas tras mi añorado flequillo.
Mientras tanto, como el tiempo es imparable y se escurre como la arena entre los dedos, uno mira y remira ese único lugar en que, cada vez que uno quiere, te reencuentras con las respuestas, la fotografía.
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