No hubo problemas con la oposición del padre y del abuelo. Eran dos contra dos. Mayoría absoluta, clarísima.
Cuarenta centímetros de niño de traje corto, y una diminuta niña de faralaes. Es como si le diésemos vida a los muñequitos que adornaban el televisor de la abuela, casi dos hologramas. En ese microondas que llaman caseta, el sudor baña la cara de una criaturita que acoge en su cuerpo menudo más volantes que el “Virgen Macarena”.
El amor de madre le hace vocearle al patriarca:
—Pepe, con el rebujito, pide otra media de Apiretal. Algo la refrescará.
Cualquier cosa menos quitarle el traje de flamenca. Con lo graciosa que va.
Mientras, de las tres raciones pedidas, tan sólo una llega a la falda de la abuela. El resto han sido engullidas por ese ente intangible que devora y no paga, y que habita en todas las casetas.
Unas boquitas naranjas escupen pompitas de jabón. Son las dos gambas supervivientes al naufragio del mistol de unos platos recién lavados… con lo a gusto que se come en casa.
Menos mal que la manzanilla, ese líquido amniótico que nos envuelve durante cuatro días y cinco noches, hace que nos riamos de tanto despropósito.
Y el lunes, mientras el sol se muere un día más, el estómago, fiel a las leyes kármicas, nos devuelve con intereses incluidos, los malos tratos recibidos. Fatiguitas de muerte, mareos y malestar general.
Manolo Martínez
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