Ahora me da tiempo a pensar lo poquita cosa que somos,
pero de verdad, ya no es una frase hecha de las que tecleas en Google y te
salen doscientas mil citas. Hoy es que miro por la ventana y no entiendo nada.
Por ejemplo, nunca fue triste que toda la familia estuviera en su casa, ahora
lo es. Antes, una calle vacía de gente era relajante, en estos momentos es inquietante.
Hace no mucho dábamos un aplauso para publicar nuestra alegría, ahora, cuando aplaudimos todos los días a las ocho de la
tarde, resuena en nuestro ánimo como un miércoles de ceniza. Ir a comprar el
pan es como ir a la UCI, necesitas mascarilla y guantes, y mirar de reojo a tu
alrededor para que nadie invada tu metro de seguridad, y cuando llegas a casa te lavas las manos con la
misma frecuencia que si tuvieras un TOC. Ahora es cuando le estamos viendo las
orejas al lobo.
Y reculo de nuevo, y me envuelvo en otra frase
de toda la vida como si fuera la bandera de mi ánimo en estos jodidos días, y
recorro mi casa con la frasecita amarrada a mi boca y repitiéndola de manera
cansina, como hacía mi padre cuando la suspiraba más que decirla, aquella tan
manoseada de “y luego queremos sacarnos los ojos unos a los otros, seremos tontos”.
Y me siendo un rato. Estoy gastado de tanto
pensar. Cojo el libro con el que ando liado, saco el marcapáginas, (que es una
estampita-vacuna que me ha regalado Andrés Manuel López Obrador, Presidente de
Méjico, al que conocí hace unos días cuando entró en mi casa por la puerta del
telediario), y prosigo la lectura de “La invención de la soledad” de Paul
Auster, por dónde la había dejado, y en la que el autor se refería a su padre
así:
“Toda su vida soñó con ser millonario, con
ser el hombre más rico del mundo. En realidad no era dinero lo que quería, sino
lo que éste representaba: no sólo éxito a los ojos del mundo, sino una forma de
hacerse inalcanzable. Tener dinero significa algo más que poder comprar cosas,
significa que nada en el mundo puede afectarte. En ese caso el dinero es un
medio de protección, no de placer. No quería gastarlo, quería tenerlo, sólo
quería saber que estaba ahí. A veces su resistencia a gastar dinero era tan grande
que parecía una enfermedad”
Cierro el libro, no sin antes dejar la estampita-vacuna
avisándome de dónde dejé la lectura, y sigo con mis pensamientos (me voy a
volver loco en este confinamiento), y pienso en los padres de Paul Auster, ¿de
verdad se creen que el dinero les protege?
En
situaciones como las que vivimos admites, estaría bueno, que el dinero es
necesario, pero como tantas cosas en la vida, nunca jamás como ellos, los
padres de Paul, piensan. Entiendes, en tantos días enclaustrados, que las cosas
realmente precisas nunca son necesarias en exceso. A nadie le hace falta beber
más agua de la que su organismo demanda, ni comer por encima de lo que su
estómago admite, ni siquiera inspirar más aire del que sus pulmones pueden
procesar. Hasta amar en demasía perjudica seriamente la salud. El agua, las
viandas, el aire y el amor son vitales, pero en la dosis que nos receta el
universo. Igual ocurre con el jodido dinero, acaba perdiendo su verdadero valor
cuando uno considera que nunca es suficiente el que tiene. Ahí ya empieza la
adicción, que como todas las dependencias, causan siempre más dolor que placer,
y a la larga te mueres, si no tu cuerpo, siempre fallece tu alma. Y ya me dirán
ustedes ¿qué coño eres sin alma? Como mucho puede que seas lo que decía Miguel
Hernández, aquello de “en un trozo de carne cabe un hombre”
(Mi
mujer me regala el oído tras leer este artículo: - Hijo, eres la alegría de la
casa)
Manolo Martínez
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