La mañana de nochebuena mi madre guisaba aquel pavo y la casa olía a gloria durante todo el día. Al día siguiente, Navidad, con el caldo sobrante y cuatro rebanadas de pan, le componía a mi padre su manjar favorito, y hoy mío, la sopa amarilla. La llamábamos sopa amarilla para distinguirla de la sopa blanca, la del puchero.
Es curioso, como con el paso de los años, uno asocia momentos y personas a según qué comidas. Para mí, la sopa amarilla es la navidad. Los sabores y los olores van cosidos a los recuerdos, de tal forma que uno tira del otro.
Por ejemplo, los filetes empanados son siempre un día en el campo. Las migas son el invierno y una chimenea. El potaje y las lentejas, me transportan al momento en que yo subía las escaleras del comedor de mi colegio y cerraba los ojos intentando adivinar con qué me martirizarían ese día. El día que no ponían potaje, me ponían lentejas. El gazpacho es el verano, ninguno de los dos me gusta. La carne mechá rellena de huevo es mi tía Neni. Los raviolis crujientes es Pablo y Lolita Fusión. Los huevos a la bechamel, Gamero. El rabo de toro, el Molino de la Romera…y así hasta que las analíticas te manden a la Ronda Norte y a las espinacas con garbanzos, que serán "mu" de Carmona, pero es comida de conejos.
Hoy es nochebuena, y viene mi madre a comer a su casa. He buscado para que le haga la sopa amarilla a la mejor cocinera, mi mujer.
Manolo Martínez
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