La Orotava, Septiembre de 2023
noté por la mañana, fabricando el desayuno cotidiano, fue una incipiente capa de ceniza apocalíptica sobre la tapa blanca de la hervidora, que estaba como de costumbre justo al lado de la ventana entreabierta de la cocina. Como una especie de leve síndrome de la
Pompeya antigua podría decirse que sentí.
Nos fuimos,
abandonamos el barco en avión, dejamos la isla en llamas.
A la vuelta, el olor a humo. Al día siguiente, la luz del sol mostrando impúdica el macabro rastro marrón de los pinares chamuscados, las huellas de la avaricia del fuego en las medianías. Las cumbres de la corona forestal ya no son del todo verdes. Menos vegetación: más calor; menos humedad: más fuego; menos agua: más muerte.Una ecuación irrefutable.
Aparte de la enorme extensión de superficie quemada, de las mareantes cifras de evacuados y damnificados, del dineral que costaría el colosal despliegue para extinguirlo, el incendio deja otros muchos daños que no pueden medirse. Nadie contó los árboles calcinados. Nadie calculó los animales muertos.
Nadie
cuantificó el desconsuelo de la gente. Más que el olor a humo en las toallas
durará la memoria del espanto, del horror, de la tragedia; y el malestar
inefable y amargo de la rabia, de la ira contra este atentado criminal contra
lo común y contra el sentido común.
Los altavoces mediáticos cacarean a bombo y platillo que el incendio está controlado, pero todavía siguen ardiendo bajo tierra las raíces de los pinos.
II.- LO QUE DICE LA GENTE
“¡Qué desastre! ¡Qué canallada! ¡Qué sinvergonzonería!”
“Los que lo hicieron sabían cómo hacerlo”.
“Canallas los que le meten fuego al monte, pero sinvergüenzas los que tardan tanto en apagarlo. Que después ni siquiera dimite ninguno. ¡Chiquita caradura!”
“Parece mentira que un turista tarde menos en llegar desde la península a Tenerifeque muchos de los recursos humanos y técnicos necesarios para las tareas de extinción”.
“Es increíble que, después de quince días de temperaturas extremas, no haya un puto dron dando vueltas por la isla, aunque solo sea por prevenir”.
“¡Con los adelantos que hay hoy en día y que pase esto! Si fueron hace poco a pedirme permiso para grabar imágenes de la granja, para una serie, unos fulanos de una productora de esas, y yo les empecé a explicar que aquello era una vaquería, y que lo más que habían allí eran animales. Y van y me dicen los tipos que ya, que conocen el sitio, y me enseñan unas fotos que habían hecho desde el aire. Me quedé de piedra. Nos tienen tan controlados con los satélites y los drones y la puta su madre que los parió, que yo creo, mire usted, que lo ven a uno hasta cagando, con perdón de la palabra”.
“¡Mi madre, la pobre, con 81 años sacándola de mi casa a las 3 y media de la mañana! ¡Personas encamadas dejando su casa! Mi marido, que tiene una mula, cuatro cabras, y conejos, y gallinas, tuvo que traerse todos los animales pa’ bajo. Yo estuve durmiendo casi una semana en casa de Doña Estela. Y estuve llorando cuatro o cinco días, por la impotencia que sentí. Después ya se me fue pasando”.
Hablaron un camarero jubilado, un profesor jubilado, una profesora jubilada, un
pianista, una limpiadora en activo, otra emérita y el dueño de una venta en la que vende, como producto estrella, pollos frescos del país.
Hay también muchos que no hablan, que no pueden ni hablar, mudos ante la barbarie. Les duele demasiado el incendio, porque son de otra época, de cuando el monte, la cumbre, servía para uso y disfrute de la gente: recoger pinocha, cazar conejos, patear senderos, pasear al perro, comer y beber al aire libre, dormir a la intemperie sobre una manta vieja bajo el cielo estrellado y las retamas. Ahora ya hay que pedir permiso para todo: la isla está llena de espacios protegidos escandalosamente indefensos.
III.- LA VIRGEN DE LAS CANDELAS
El hecho, nefasto y luctuoso, de que, como por arte de magia, negra y maliciosa, brotara fuego de la tierra por varios puntos del barranco de Arafo la madrugada del miércoles 16 del último y tórrido agosto, horas después de finalizadas las celebraciones litúrgicas en honor de la Virgen de Candelaria (“la más bonita, la más morena”), hizo que Fulgencio Hernández, nacido, crecido y domiciliado en La Corujera (el barrio más occidental del municipio tinerfeño de Santa Úrsula), y cuyo nivel de estudios no fue nunca más allá de un ciclo de cocina que le permitió emplearse con contrato indefinido y decente en los fogones de un restaurante modesto, reparara en el nombre de la patrona de su isla. Por cierto, ¿no habría que decir matrona?
“¿La Virgen de Candelaria? ¡La Virgen de las Candelas!”, se quedó pensando el viernes mientras hacía un majado para un potaje de berros y el incendio se expandía enfurecido. “Estaban también la Virgen del Carmen, la del Rosario, la de las Mercedes, la de Remedios, la del Buen Viaje, la de Afligidos, la del Pino”, se decía, afanado,
fregando la loza. Y supuso con buen criterio, aunque sin fundamento académico alguno ni intenciones heréticas de ninguna clase, que cada uno de los nombres de las vírgenes tendría su razón de ser.
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