Tenía
las piernas tan largas como la risa de un niño. Todas las tardes, a la hora de
la merienda, se contoneaba, delante de su balcón, dejando que su minifalda
ardiera en su frente. Gumersindo la aguardaba sentado, junto a la mesa camilla,
escondido tras la organza del visillo. Una rebanada de pan, untada de nocilla,
le añadía años al trazarle un bigote de chocolate en cada mordisco. Cada tarde
se repetía el ritual, justo cuando el cuello de Gumer trasladaba su cabeza
hasta la frontera del cristal del balcón, aparecía su madre, por detrás y, de
un guantazo, hacía que su frente chocara contra el vidrio mientras le inquiría:
- ¿Qué miras?
- Nada, mamá, nada (la aliviaba Gumer tras su
mentira)
Treinta años
hicieron falta para que aquella visión de infinitas piernas subiera las
escaleras de Gumersindo, se quitara la minúscula minifalda y se pusiera la bata
de guatiné, tres docenas de rulos encima de la cabeza y, por las tardes, se estacionara
detrás de él para atizarle en la nuca, aplastándole el cigarro contra el
cristal del balcón, mientras le espetaba:
- ¿Qué miras?
- La vida,
mi amor, la vida...
Aquel balcón le
había mentido. Quién ahora tenía tras su espalda nada tenía que ver con aquella que se lucía allá abajo en
la calle del deseo. Por eso, Gumer, cada tarde se sigue asomando a su balcón,
buscando a aquella muchacha que tenía las piernas tan largas como la risa de un
niño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario