De un tiempo a esta parte vengo
notando que, mi mujer y yo, nos repetimos la misma cosa varias veces.
Además,
mientras cenamos viendo el telediario, ella me comenta a mi, y yo le explico a
ella, lo que ambos acabamos de oírle al presentador.
Exactamente lo mismo, con
las mismas letras y la misma entonación. Y lo gracioso es que se lo vendemos a
la media naranja como si le estuviésemos dando una exclusiva.
No contentos con la concesión,
además le desmenuzamos el contenido, dando por hecho dos cosas:
una, que el cónyuge,
aún estando sentado a nuestro lado, no ha escuchado la noticia,
y dos, que
suponiendo que sí la haya oído, estamos seguros de que no la ha entendido.
Siendo conscientes los dos de dichas figuraciones, lo hablamos, nos reímos…, pero irremediablemente seguimos haciéndolo.
Es como si no dependiera de nosotros, como si un Alien nos hubiera abducido y nos manejara a su antojo.
¿Y si fueran señales? Las primeras huellas que deja una vejez que camina hacia nosotros, la punta del iceberg de la chochez.
Pudiera ser, porque también empiezo a sentarme en la orilla de la cama como si estuviese al borde de un precipicio, cuando hace sólo unas cuántas lunas yo saltaba del lecho con la misma energía que John Wayne se tiraba de la diligencia.
En fin..., quizás sólo se esté cumpliendo el deseo que dos adolescentes se confesaron hace ya treinta navidades, hacerse viejos juntos. (A Popov)
Manolo Martínez
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