La familia de la que les hablo, se reúne cada tarde en una cochera al acabar la faena, justo cuando la mayoría nos ponemos en fila para ducharnos, ponernos el pijama y meternos la cuchara de fideos sin parpadear, mientras miramos bombardear en el televisor cualquier ciudad.
Esta familia, por el contrario, busca sitio entre los aperos de la cochera, se sienta y se mira a la cara mientras comparten, junto a la cerveza, el relato de cómo les ha ido la briega del día.
Luego, dependiendo de la época del año, montan en esa cochera: su carroza, por romería, componen sus disfraces, para el carnaval, u organizan la comida de navidad. Sin duda, son, como diría el hermano de George Bailey en ¡Qué bello es vivir!, los más ricos del mundo.
Pasar por esa cochera, de vuelta a casa al caer la tarde, es como arreguincharse al alféizar de una ventana cubierta de vaho una noche de invierno, empinarse, y hacer un círculo con la mano para descubrir, tras el cristal, la lumbre de una chimenea dando calor a la gente buena.
Manolo Martínez
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