Tiene Carmona una playa redonda y sin arena. Unas sombrillas, gigantes y verdes, la custodian gratis, y unas tumbonas de hierro perforado se alquilan por el módico precio de unos minutos de paciente espera.
En una orilla de esta playa conviven los dos buques insignias de nuestras vidas: la salud y la fortuna. Cada uno en un extremo. La farmacia de Jalón a un lado, y al otro un despacho para echar la primitiva, y entre ambas, el remedio intermedio, una sucursal de Baco, por si el azar no nos alivia, y los males nos aprietan, nos vendrá bien una dosis de manzanilla en el restaurante San Fernando de Pepe.
Este peculiar litoral nos oferta, entre sus pequeñas calas, un poco de todo, para que no nos falta de nada. Sobre las barras y veladores, desfilan gambas, calamares y caracoles, todos debídamente uniformados una cerveza rubia, y muy fría, como la Merkel.
Siguiendo el paseo por esta maravillosa playa adoquinada, nos tropezamos con un iglú valenciano que vende, vestidos de cucuruchos, helados con sabor a fresa, limón o vainilla.
En apenas una hora, balones y bicicletas, llenan la redonda playa, y hacen de astados rodantes, que cornean una y mil veces, a veinte torerillos valientes, de goma y sin sangre.
Y entonces se produce el prodigio cuando, a esa hora en que ya corre por nuestras venas más alcohol que sangre, nos ponemos chulos y reflexionamos:
— “Cucha” Manué, esa luna que estamos los dos mirando, “jartito” de boquerones en la terraza del Goya, es la misma luna que ahora está viendo un jeque árabe desde su yate de eslora infinita en el puerto de Marbella.
— Sí compadre, la mismita, pero tú te tienes que levantá mañana a las siete y cogé el palaustre, y el jeque no sabe lo que es un palaustre, y si se levanta a las siete es para cambiarse de cama.
— Eso no se le dice a un amigo, Manué.
Manolo Martínez
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