Paseo a diario por los alrededores de mi
primer colegio porque por allí se mueve mi vida. Al bajar una cuesta está mi
casa, y si subo la misma cuesta, mi trabajo. Entre ambos transcurre mi
existencia. Eso sí, tengo la suerte de que en este tránsito diario de la faena
al hogar, y viceversa, no solo me asomo al pasado a través de las ventanas de
mi primera clase, sino que además imagino la antigua Roma porque el pasillo que
une mi trabajo, mi colegio y mi casa es una necrópolis romana, y frente a ella,
un anfiteatro, ¿se puede ser más afortunado?
Pues bien todo esto para contarles porque estaba yo el otro día, como
otros muchos, haciendo de improvisado guía con unos turistas que buscaban la
Necrópolis para visitarla. Mientras intentaba yo explicarles por dónde acceder
al cementerio romano, y dónde podrían dejar el coche, un perro del tamaño de mi
cuenta bancaria, no dejaba de emitir ladriditos acordes a su escasa longitud,
pero tocacojones como ocurre con todos los que no saben como hacerse ver.
En una de las cien interrupciones que el can le regaló a mi paciencia, hice el gesto de llevarme el dedo índice a mi boca, intentando pedirle que se callara de una puta vez, a lo que el jodido perro respondió chillando como una rata y escondiendo su cabecita en la sobaquera de su dueño, pensando (digo yo) que yo le iba a pegar cuando me vio levantar mi mano. Entonces el que ladró fue el dueño para indicarme en un perfecto castellano de Doña Croqueta, y asombrado de mi ignorancia:
- ¡Oigaggg, oigaggg…que lo ha asustado usté. Háblale pog favó, que mi pegggo es bilingüe!
Quise morirme.
Manolo Martínez
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