"Soy experto en batallas. En
perderlas. Todas”
Esto fue lo que dijo Kurosawa en “Los siete samurais”, y así me sentí yo en aquella
comunión de tanta caló.
Primero intenté escaquearme, pero
perdí la primera batalla porque la madre del niño vestido de almirante era de
la familia (o ibas o disgustabas a la familia).
Mi segunda ofensiva fue intentar
ir sin el traje temiéndole a los treintaytantos grados largos que marcaba el
termómetro, pero de nuevo fracasé. ¿Cómo vas a ir a una celebración tan
importante en camisa?
Aún me quedaba un intento, el de
no ponerme la corbata porque me parecía inhumano con aquel calor. “Sin corbata, y con traje, parecerás un cantaó”, me dijo mi mujer, que por cierto no llevaba corbata.
Cuando
rodeé mi cuello con la corbata (teniendo en cuenta el diámetro alcanzado por éste, por un exceso de rameaos y una falta de ronda norte), al deslizar el nudo hacia arriba para ajustarlo,
la punta de la corbata se quedó a la altura de mis pezones, hasta el punto de que
parecía mi lengua, en vez de mi corbata.
A
las cinco de la tarde, con un cubata en la mano, la punta de la corbata cada
vez más cerca de mi barbilla, y mis ojos cada vez más fuera de las cuencas, me
acerqué al diminuto almirante, eché un vistazo a mi alrededor para asegurarme de
que nadie nos miraba, y entonces le di un sopapo con todas mis ganas mientras
le decía entre dientes:
—
Ésta
me la pagas
Manolo Martínez
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