Si hay una bandera que marque la frontera entre la niñez y la madurez es este encargo de nuestras madres:
—"Si vas a salir, cámbiate los calzoncillos, no vaya a ser que te pase algo".
Y digo que es la frontera porque mientras somos niños nuestras madres nos lo cambian, para dejar de hacerlo cuando llegamos a los ¿...?, en que empezamos a aviarnos solos. No se podía decir más con menos, porque aquel ruego maternal contenía muchos mensajes en uno, como esas muñecas matrioskas que al abrirla encuentras en su interior otra más pequeña, y dentro de esa otra y luego otra...
Igual sucede con la recomendación de cambiarnos los gayumbos, petición que oculta este puñado de recados:
—"Mira para los dos lados cuando atravieses la carretera. No vayas a beber mucho. Cuidado con las pelandruscas. No sueltes nunca tu vaso, no vaya a ser que te echen algo. No te juntes con malas compañías...y recógete temprano".
Todos estos consejos estaban dentro de la advertencia premonitoria "...no vaya a ser que te pase algo". Y si tuviésemos la certeza de que al salir no nos iba a pasar nada, ¿sería necesario la muda de calzoncillos? ¿O la frecuencia del cambio de calzoncillos queda supeditada a que alguien pueda verlos?
(Gracias a Francisco Javier
Zapata Puerto (El Coco), un amigo virtual que me recordó este genial requerimiento
de las madres de antes
Manolo Martínez
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