De un tiempo a esta parte, mi mujer y yo, desayunamos los domingos en la zona más VIP de Carmona. Eso sí, desayuno sin diamantes, porque ni ella es Audrey Hepburn (más quisiera Audrey), ni yo soy George Peppard (ya quisiera yo).
Con dos euros de jeringos, un chocolate y un café (que ni es café ni es ná pero está buenísimo), nos sentamos en la orilla del mundo, el parque del Almendral, con los pies colgando al lunes, a ver pasar las nubes. Debajo de nuestros pies, la vega, preñada del mismo trigo que Eslava, el Negro y el Arrecío mudarán a pan.
Allí sentados, con los labios pintados de chocolate y café, charlamos de nuestras cosas: de nuestros padres, que ya se fueron, de nuestros hijos, que andan peleándose con el presente para coserse el futuro, de que hay que poner una lavadora y de que ya no quedan papas en la alacena.
También hablamos de lo fácil que resulta vivir cuando la prioridad es vivir.
Antes de irnos, colgamos un antojo en la quinta nube, y soplamos, para que la nube llegue a nuestro futuro y podamos disfrutar nuestro deseo. Pero hay veces que soplamos tan fuerte que, lejos de avivarlo lo apagamos, suele ocurrir.
Entonces, buscamos otro domingo, otro desayuno y otra nube, para volver a depositar el mismo anhelo, siempre es el mismo.
…y volvemos a soplar, ahora más despacio, que las prisas queman los guisos.
Manolo Martínez
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