Ocurre incluso cuando esos lugares a los que nos dirigimos no son físicos, sino emocionales, como los quereres, los olvidos, o las risas de un niño. También ahí podemos optar entre el atajo o el meandro.
El disfrute del lector puede esconderse en los rincones de una orgía de adjetivos dónde no sabemos de quién es la pierna, o en el “por derecho”, como el quejío del cante jondo.
En definitiva, sé que José Luís hubiese escrito la mitad de la mitad de las palabras que yo he pegado en este folio en blanco, para decir el doble de lo que yo he pretendido.
Y ese es el secreto del maestro, la elección exacta de la palabra precisa, la austeridad del lenguaje como norma inquebrantable.
Quizás, por eso mismo, a José Luís le gustan tanto los gorriones, porque son pájaros que no exhiben un plumaje vistoso, ni imitan a Vallejo o Marchena en su canto. Son sencillos, discretos, fáciles de entender, como una conversación con José Luís junto a la ventana que hay en una esquina de la barra de Mingalario.
De muestra un botón, los versos que bautizan su último libro:
“Leer, vivir,
soñar un poco…
intentar no mentir.
Y cuando llegue
la hora de partir;
dejarlo todo;
si puedo, sin sufrir”
(Lo que son los artistas, Mariela Bascón, la pintora, ha conseguido que quepa en una pared de mi cuarto de estar, la plaza de arriba que ilustra este texto, y cuando la observo, José Luis, incluso escucho a tus gorriones)
Una calurosa tarde de junio en el patio de un museo lleno de lectores y de amigos del poeta.
Manolo Martínez
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