En los pueblos el verano sabe que está en su casa y entra sin llamar.
Las calles, como las cañas de cervezas, se vacían y se vuelven a llenar. Mientras, los abuelos se sientan a las puertas de las tabernas dando manotazos al aire para espantar a una mosca, empadronada en su nariz, que molesta como la aguja que no da con la vena.
Durante las siestas cantan gratis las cigarras, y cuando el sol hace una ahogaílla en las albercas, los grillos abren las noches de par en par frotando sus alas negras.
Los pueblos se visten con risas de niños cada vez que el verano sube a sentarse en un velador de las plazas, y aunque el caló me pone más payá que pacá, hay algo mágico en ese montón de grados que me hacen sentir vivo cada vez que me bebo a sorbos el verano entero, dentro de una copa de manzanilla helada.
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