Aunque nunca sabemos hacia donde nos lleva la vida, aunque compremos el billete de ida para el fin del mundo, el de vuelta siempre es el mismo, tu casa.
Por eso la cuidamos con una liturgia inquebrantable: desempolvándola de cuando en cuando, acicalándola, pintándola cada verano, o preguntándole, casi a diario, si necesita algo.
Y sí, siempre tiene ruegos y preguntas: un azulejo que se ha desprendido, para cuando tapamos esa grieta en mitad de la escalera, el lavabo que se ha atascado o la cañería que gruñe desde hace meses.
En cuánto podemos atendemos sus peticiones sin quejarnos, porque ella, nuestra casa, siempre tiene en cuenta las nuestras:
esperándonos con las puertas abiertas (que son sus brazos) cuando volvemos del trabajo, abrigándonos cuando llegan los inviernos, resguardando a nuestros retoños de sus miedos, cuando son niños, y luego, de mayores, escondiendo, por sus rincones, el cosquilleo de sus primeros amores y los suspiros de los desamores.
Tantas cosas nuestras están dentro de las casas, que, llegados a cierta edad, pensamos que lo que ocurra fuera de aquellas cuatro paredes, francamente nos importa un pimiento, como decía el guapo de “Lo que el viento se llevó”.
Y es que, es tal la sinergia entre tu casa y tú, que apenas la mimamos un poco: regalándole un geranio al patio, el canto de un canario, o vistiéndola con unas cortinas nuevas, uno recibe de inmediato un chute de serotonina, ...
... y nos sentimos a gusto sólo con verlas guiñar uno de sus ojos, que son sus ventanas, al remangarles el visillo nuestros hijos para asomarse a vernos llegar del trabajo.
No hay ningún lugar en el mundo, ninguno, en el que uno se sienta como en su casa.
Manolo Martínez
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