Metí la mano en la talega y le arranqué el pico al bollo, luego tiré de las cintas hasta arrugar su boca de tela como la boca de una abuela, y a correr, para llegar a los Salesianos antes de que sonara la campana.
“Dios te salve María llena eres de gracia…”, tres veces, y luego: “Padre nuestro que estás en el cielo…”, una vez.
Al final de la escalera, a la derecha, estaba mi clase. Don Carlos, don Ramón, don Andrés, don Isaías, don José…, todos se llevaban el día preguntándome cosas que yo había estudiado en mi casa el día antes.
Tampoco tenía mucho mérito contestar cosas que, primero me explicaban, y luego me advertían el día que me las preguntarían.
Hoy, cuando me encuentro a don José Rivas tomando una cerveza en el Bar Goya, a don Carlos Molina paseando junto a Santa María, o a don Ramón nadando en la piscina, nos saludamos, nos miramos con nostalgia, pero nunca me preguntan nada.
Aún así, diariamente intento contestar preguntas, aunque no siempre tengo respuestas, y eso que ahora las preguntas me las pongo yo mismo, pero ya nadie me explica nada.
Manolo Martínez
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