Menos mal que las borracheras son como las penas de los niños, que
enseguida se pasan.
Bueno…,“enseguida” tiene distinto “largo”, según la edad del
borracho.
Con veinte años se va la tajada con una meada generosa, para los de
treinta, meada y media y la cara larga de la parienta.
A los cuarenta empiezan a frenarse las “puestas a punto” tras una pechá de
cervezas y cubatas varios, posiblemente precises un par de días de puchero y
una semana de suspiros.
Con cincuenta empiezas a plantearte si merece la pena el costo físico y
anímico que conlleva una buena moña, pero, con tó y con eso, le echas cojones y
echas la peoná y la coges. Luego empiezas el vía crucis de excusas:
— No me junto más con Pepito…es un degenerao
— Lo que me sentó
mal fue la ensaladilla
— No pongo más un
pie en la calle el día de nochevieja
Pero, si has tenido la suerte de llegar a los sesenta, a pesar de haberte
alicatáo cada nochevieja, cada Viernes Santo, cada Feria, y cadaloquesea…, ya
llegó la hora de que se acabaron las merluzas.
Ahora te vas a comer, a comer bien, a comer mucho, más todavía, y todo eso
que parece mentira que te quepa en el cuerpo, lo riegas con dos cañas de
cervezas y buchito y medio de manzanilla. Y tres cafés con media torta
inglesa.
Ajustas la cuenta mientras el camarero se te restriega como un gato y,
ahora si que te sale cara la merluza, o mejor dicho, el no haberla cogido.
Manolo Martínez
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