Allí nos recibía su madre con la botella lila de Licor d`amour en la mano. No estaba malo, ni tampoco bueno. Aquella botella era como los biberones mágicos de las muñecas, por mucho que bebiéramos de ella, al año siguiente la botella seguía igual, medio vacía medio llena.
La madre de Manolo, como todas las madres, nos despedía con un "tené cuidaíto" en cuya entonación irónica incluía todos los cuidaítos que había que tener en aquellas edades: cuidaíto con la bebida, cuidaíto con el tabaco, muuuucho cuidaíto con las niñas. En este último cabían innumerables vigilancias que no sería elegante enumerar aquí.
Con el Licor d´amour en la barriga y los cuidaítos dando vueltas en la cabeza, aparcábamos nuestros cuerpos en la barra improvisada de un solar techado que nos había prestado el padre de uno para el guateque navideño.
Allí edificamos, con tabiques de plástico negro, la casa de navidad. Un plástico separaba la barra de la pista de baile, y otro componía una salita de estar con un sofá y mucha oscuridad, salita en la que nos escondíamos para darnos besos y arrumacos.
Cuando "volvías" a la fiesta, desde el sofá, llevabas la felicidad reflejada en la cara. Entretanto ellas recomponían sus despelusadas caballeras y tú te "atacabas", remetiéndote la camisa por dentro del pantalón, mientras pensabas: ¡Vaya con el Licor d´amour de Carmela!
Aquello sí que eran navidades.
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