Que extraña
resulta a veces la relación con los hijos. Son las únicas personas a las que
empezamos a querer antes de conocerles, incluso antes de verles, cuando
acariciamos la curva de su primer
escondite.
Desde esos
primeros besos hasta los desvelos de los sábados cuando no llegan y los minutos
parecen horas, tenemos la sensación de que sólo han pasado dos telediarios. Toda
ha ido tan rápido, que parece que les hemos trasplantado de nuestros brazos a
los abrazos de sus novias, o novios.
Los hijos,
como los pies, nos llevan de un lado a otro por su cuenta.
Nos sentimos
raros cuando recordamos que, en algún momento y en algún lugar, antes de ser padres, también fuimos hijos.
Menos mal, porque esa olvidada realidad es la que nos templa cuando comprobamos
que, al aceptar sus errores, nos perdonamos los nuestros, y al contrario.
Aún así, uno
no puede desterrar cierta pesadumbre cuando comprueba que, la misma boca que
antes rebosaba potitos, hoy cobija un cigarro. Por eso, pasamos de hacer el
ruído del motor de un avión con nuestra boca para que rebañara el yogurt, a alojarnos en
una tormenta con sus truenos y sus relámpagos, cuando intentamos imponerles nuestro
criterio.
Es como si
la costurera, al ver los retales en el suelo que ha ido desechando, los
recogiera para intentar rehacer el patrón primero, nosotros, porque lo que teme,
tememos, es acabar el traje y tener que entregarlo.
Manolo Martínez
Hazte seguidor, aquí abajo,
de mi Tertulia "COMER, BEBER y HABLAR"
https://www.facebook.com/Comer-Beber-y-Hablar-1630331003941651
No hay comentarios:
Publicar un comentario