Cuando era un niño, hace tantos años ya que me cuesta encontrarme dentro de mi cabeza, me quedaba mirando los discos de vinilo dando vueltas mientras salían de él nosecuántos tambores sonando a la vez.
Yo no podía ver aquellos tambores pero, como los escuchaba, sabían que estaban allí. Y por la misma regla de tres, cuando cerraba los ojos, veía el Paso del Señor andando delante de los tambores. Los veía sin verlos. Era mejor, mucho mejor que estar delante de ellos cuando ellos estaban delante mía de verdad.
Ocurre con muchas cosas que nos pasan en la vida. Fue mejor pensarlas que vivirlas, y es normal que sea así, porque, dentro de la cabeza, no caben los quinientos nazarenos que hay que esperar que pasen para ver la cofradía, ni la gente achuchando para colarse delante tuya, ni las circunstancias que nos joden los proyectos que le ponen música a los días.
En la cabeza sólo vemos lo bueno: los tambores, el paso del señor y nuestros planes. Por eso no conviene pensar mucho, porque ahí dentro solo vemos lo que queremos ver, no la realidad. En la cabeza no cabe la calle, ni la bulla achuchando para colarse delante y taparnos la vista de la cofradía, o apoderarse de nuestras ilusiones, por la que habíamos pagado nuestra papeleta de sitio con mucho trabajo y ahínco.
Y es entonces cuando, en la primera revirá de la vida, te ves venir de frente otros tambores, otro Paso del Señor y otros planes. Te aprietas la faja, te ciñes el costal a las cejas y empujas con más ganas que nunca: ¡Al cielo con ella!
Manolo Martínez
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