Hoy, como todos
los días por cuestiones de trabajo, he cruzado la Plaza de Arriba varias veces,
y me he quedado mirando un puñado de palomas que iban y venían desorientadas,
buscando, esperando.
No supe cómo decirles que hoy no
habría migas de pan, porque, quien las traía, Manolo, se había ido. Lo sé porque tuve que
despedirle, inesperadamente, después de cuarenta años apreciándole.
Cuando me enteré de su marcha, todos mis recuerdos junto a él, saltaron en mi frente con la fuerza de un niño de cinco años.
Como, ni Manolo ni yo, éramos carne de discotecas, nos buscábamos los domingos para irnos de cervezas, tapas y conversación, que compartíamos con otro amigo, Jesús, acabando en Casa Chacón, Gamero o los “Perros pegaos”, allí dónde hubiese una barra y “jamón del canal” con sal, que tanto le gustaba a Manuel.
Era un tío especial, con su genio y con sus cosas, pero inconfundible en sus maneras de decir lo que pensaba.
Se ha ido sin darle tiempo a despedirse de su familia, ni de sus amigos, ni de las palomas.
Ando estos días liado conmigo mismo porque, es la primera vez que me pasa esto, y esto es que, cuando me enteré de que Manolo se había ido, antes incluso de apenarme, no pude dejar de esbozar una sonrisa, y es porque todo lo que recuerdo de él va cosido al jaleo y a las carcajadas.
Me consuelo cuando al hablar con otros amigos comunes, lo primero que me dicen es “…te acuerdas cuando Manuel…” y ahí empezamos a reírnos otra vez.
Me siento mal porque, por encima de la pena, esté la risa, y me siento bien porque, ¡coño! ¿cómo de bien lo había hecho Manuel, para que todos nos sonriamos en su despedida?
Gracias Manuel, te echaremos de menos, y te echarán de menos tus palomas.
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