Allí, cuatro aprendices de zapateros, permanecen clavados al pasado en una fotografía que cuelga de la pared, como las mariposas que los coleccionistas clavan en un cartón.
Los cuatro: José, Manuel, Bernardo y Veintiocho, dan compaña a José Luís, sentados en sus sillas de enea.
Parece que fue ayer cuando me plantaba delante de Veintiocho, que era uno, quién, con las gafas al final de la nariz, me miraba antes de preguntarme:
—¿Vienes por lo de tu padre?
Le contestaba que sí, y entonces se limpiaba las manos en el delantal manchado de betún, mientras yo inspiraba el olor a cuero que inundaba el lugar.
Luego, Veintiocho se agachaba y escogía, de entre un montón de botas, un par de ellas de caña baja, que eran las que usaba mi padre.
Hoy ya no está aquella zapatería al final de la calle San Francisco, pero sigue la de sus hijas, un poco antes, y justo frente al que ya tampoco está, bar de Enrique Telaraña.
... y esa es la magia de las fotografías, que permiten que sigan con nosotros, aquellos que ya se fueron.
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