En aquellos años celebrábamos las fiestas de navidad en un solar, o casa a medio construír, que nos cedía el padre de alguno del tercio.
El caso es que le dábamos un “lavao de cara” tapizando las paredes desconchadas con cartones, alumbrándolas con bombillas pintadas de colores (siempre de rojo, por crear un ambiente cercano a nuestras pretensiones), y buscábamos el “bujío” más escondido para emplazar el imprescindible “cuarto de los besos”.
Levantábamos aquel cuchitril con cuatro paredes y un techo de plástico, negro, como nuestras intenciones.
En aquella boca de lobo sólo cabía un destartalado sofá. No había nada más. Ni luces, ni ceniceros, ni comida, ni bebida…, solo oscuridad y deseos.
Una bendita oscuridad en la que, mancebos, imberbes y pollos, soñábamos poder entrar a tientas, con la que nos ocasionaba las mariposas en el estómago.
Aquella peli siempre acababa con una docena de besos “mal daos”, y una tortuosa exploración por las hechuras de la cortejada, buscando alguna “puerta” por la que entrar a palpar unos centímetros de piel, ardua faena por las innumerables mudas que siempre cubrían a nuestra dulcinea, hiciera o no hiciera frío, mecaguendié.
Cuando uno se tira de cabeza a las
navidades pasadas desde el trampolín de las conversaciones que flotan en
cerveza, corres el peligro de darte un “barrigazo”, cuando, mil años después,
aparece el nombre de la misma chica, la misma noche, en el mismo cuarto de los
besos, pero a distintas horas, y curiosamente con dos, hasta esa conversación, amigos.
Manolo Martínez
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1 comentario:
Has descrito muy bien el cuarto de los besos, todos tenemos uno, aunque algo distinto, pero en el fondo igual. Sí, tenemos edad de añorar. "Siempre nos quedará París". Bueno, a mi tampoco.
Os deseo unas muy felices fiestas en compañía de los vuestros.
Un abrazo para todos.
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