Hay dos tipos de pesadillas:
Eran las que te buscaban en el recreo para jugar a los médicos, cuando tu única ocupación en esa media hora, era cambiar las estampitas repetidas.
Y las
otras pesadillas eran, curiosamente, las más jodidas:
“Corres
por un estrecho pasillo oscuro para salvar tu vida de un monstruo que te
persigue. Caes por un larguísimo túnel, pero cuando golpeas el fondo,
estás en tu cama. Sin embargo, la sensación de terror persiste,
tu corazón late más rápido, tu frente está cubierta de sudor helado. En fin,
era una pesadilla”.
Para estás últimas había tres soluciones:
La primera, contarlas siempre, a quién fuera, a tu amigo, a tu novia o tu
padre, pero al contarlas disminuías su importancia.
La
segunda, hacerle caso al profesor de Harry Potter, ese que invitaba a sus alumnos
a visualizar sus miedos y ridiculizarlos, por ejemplo, poniéndole patines a una
araña gigante, que era una de las pesadillas, o fobias, de uno de ellos.
Siempre funcionaba.
Y la tercera solución nos la da Michael Nadorff, quien, a sabiendas de que las pesadillas son más frecuentes en la fase REM del sueño, y que durante la misma, la parte del cerebro que regula los lóbulos frontales, conocida como amígdala, se activa para manejar emociones como el miedo.
Michael Nadorff afirma que “las pesadillas tienen su parte positiva porque nos ayudan a liberar el estrés acumulado, funcionando como una terapia de exposición que nos permite superar el miedo que nos ha ocasionado un evento perturbador, porque al revivirlo a través del sueño somos capaces de superarlo.
¿Cuál es tu pesadilla?
Manolo Martínez
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