La faena del Kiki era la de acarrear arena. Para ese ministerio contaba con una flota de cinco o seis burros ataviados con sus serones.
Entre porte y porte el kiki paraba a repostar en la primera tasca que veía. Mientras duraba el llenado, sus jumentos le aguardaban, estoicos, en la misma puerta de la gasolinera, hasta que, al cabo de dos o tres horas, salía el kiki cargado, bien cargado.
Entonces empezaba un monólogo con los ojos casi cerrados, un palillo empadronado entre sus escasos dientes, una vara atravesada en la presilla de su pantalón, la gorra hacia atrás y la moña hacia delante.
De esta guisa daba órdenes ininteligibles, enfilándose con su caballería hacia la bardilla que, aún hoy existe, frente a la iglesia de San Francisco.
El Kiki se obstinaba, una y otra vez, en que los borricos cruzaran la bardilla, como si fuesen una camada de perritos pekineses amaestrados. Era sistemático, primero les proponía, con la voz, y luego les convencía, con la vara.
Estoy seguro de que Pablo Neruda conoció al Kiki antes de componer aquel verso que decía “…y te lo tragaste todo, como la lejanía”.
Eran otros tiempos, otras faenas extremadamente duras, y otras maneras de entender el mundo.Manolo Martínez
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