Allí debutamos el día de nuestra primera comunión, cuando aún teníamos el tiempo a espuertas, con un traje de almirante repleto de galones que nuestras madres pagaron a dita. En menos que canta un gallo, nos escapamos de aquel uniforme blanco lleno de manchas de chocolate y nos colgamos en la boca nuestro primer cigarro.
De la primera calada al primer beso, un par de veranos, y como testigo de aquellos primeros lances, Antonio, aquel camarero de Gamero que te colaba en las bullas del fin de semana si al pasar a tu lado le soplabas “El árbitro le robó ayer el partido al Sevilla”...
...entonces, Antonio, se giraba sobre sus pies, echaba la bandeja llena de vasos vacíos para un lado y acercaba su cara a tu oreja: “¿Lo viste? ¡Qué cabrón! ¡Cómo se le veían los colores! Ese no pisa más el Sánchez Pizjuán”
En medio de la conversación le ibas pidiendo: “Antonio…, un pez de espada, dos hígados a la plancha, una empanadilla... tienes razón, ese no pisa más el Sánchez Pizjuán... y cuatro cañas"
—...pero chiquillo, si ya te dijo que no la semana pasada, ¿porqué insistes?
...otro chuleaba de haber
robado media docena de besos. Y entre el llorón y el futuro Arturito Fernández,
el enteraíllo, rellenándonos, las jarras de cervezas, y la cabeza de consejos. Aguantábamos
estoicos el tirón, atornillados a las sillas como Manolete al albero, porque
allí nos comíamos la mejor tapa que nunca ha habido, ni habrá, en esta villa o
ciudad: el Huevo a
(Gracias a María Jesús Muñoz y a Carlos Martínez por las fotografías y la cuenta)
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