Con catorce años sólo necesitabas tener, en el ajustado bolsillo de tu Levis Strauss, tres fichas para montarte en los coches locos. Con eso te sentías en el cielo. Eso, y que la chica que te gustaba estuviera aquel día, y a aquella hora, en la pista de coches locos de Mary Tere.
Y una cosa más: que cuando pusieras tu culo en el skay del coche, empezara a sonar “Vete”, de Los Amaya, ó “Yes sir, I can boogie”, de Baccara.
Si conseguías reunir en el tiempo esas tres circunstancias: las tres fichas, la canción y la cortejada, acababas husmeando el aire, entre chispazos eléctricos, como un ciervo en celo.
Eras feliz con ná y meno.
Pero luego, después de beberte la vida a tragantá, piensas en el deseo de los deseos: estar siempre bien, y esa aspiración es suficiente para refugiarte en la fe del carbonero, la que no precisa de sesudas disquisiciones teológicas sobre la vida eterna, sólo demanda esperanza, y punto.
Y es que, sin darte cuenta, has sacado tus pinreles del acelerador de los autos de choques y los has colgao en la camilla del fisioterapeuta.
— ¿Y qué dice usted que tengo, menisco?
— Menisco roto, señor, porque menisco tenemos todos.
— ¿Y entonces, ya no volveré a montarme más en los coches locos?
Manolo Martínez
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2 comentarios:
Me encanta este relato nostálgico. El remate es una joya: humor, ternura y resignación bien digerida.
Gracias por tu generoso comentario
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