Mi padre siempre se quedaba dormido
viendo la tele. Entrelazaba los diez dedos de sus manos, como los niños cuando
reciben la primera comunión, y luego iba cerrando despacio los ojos hasta que
mi madre le decía que había que irse a la cama.
Con ese mismo protocolo me quedo yo
dormido ahora mientras miro la tele: entrelazando los dedos y dejando caer los
párpados con todas las “asauras” del mundo.
Mi padre siempre perdonó mis
equivocaciones, la mayoría de las veces lo hacía con sus silencios, y eso
intento, sólo intento, hacer yo ahora con mis hijos.
Todos estamos condenados, bendita
condena, a convertirnos, con el paso de los años, en nuestros propios padres.
Escribe J.J. Millás que todos nos
sentimos raros, cuando tenemos la edad de nuestros padres cuando nuestros
padres comenzaron a envejecer. Y continúa escribiendo: "... de un tiempo a esta parte, veo en
todos los espejos en los que me miro a mi padre. Cuando me peino, si lo hago frente al
espejo, peino a mi padre. Y cuando me corto el pelo de las orejas, resulta que
le corto el pelo de las orejas a mi padre".
Intento transmitirles a mis hijos las mismas cosas que él intentaba endosarme:
“... hay que estudiar o trabajar, ser honesto, prudente, generoso…, buena persona por encima de todo”.
Pero empiezo a entender algo, que no sé si mi padre asimiló, que la vida tienes que vivirla en primera persona. De nada sirve que otro te la cuente una y otra vez, aunque ese otro sea tu padre.
… y menos mal que sucede así, porque, ¿qué nos quedaría por descubrir si ya otros se encargaran de adelantarnos lo que nos va a ir pasando?
Manolo Martínez
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1 comentario:
Así es Manolo!
Me imagino que la genética hará una parte y la educación transmitida hará el resto. Estoy convencido que la historia nos hace repetir curso a las generaciones!
Un abrazo y felicitaciones por el magnífico artículo.
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