Mi padre, que
era un enamorado de los caballos, me enseñó a tratarles. Compraba los caballos
cerreros, porque le salían más baratos, y luego les daba picadero.
Les dejaba la
cuerda larga para que desfogaran, y empezábamos a guiarles las vueltas sobre
una pista de tierra. Primero a un lado y luego al otro. De cuando un cuando un
parón. Era la forma de educar al caballo.
Lo siguiente, al
cabo de muchos días, ponerle la montura, para que se acostumbrara a llevar
alguien encima. A continuación metía mi padre un pie en el estribo, sin
perderle la cara, y hacía varios falsos intentos de montarle, a ver como
reaccionaba el rocinante.
Tras tenerlo
medio estudiado, por fin lo montaba. Era cuestión de tiempo, paciencia e ir
conociendo las ideas del equino porque, como las personas, cada uno era de un
padre y una madre. Nada que ver unos con otros.
Estaban los
mansos, los rebeldes, los traicioneros, los nobles... como nosotros, con la
salvedad de que a nosotros en vez de ponernos un cabezal y darnos vueltas sobre
la tierra, la vida nos va dando problemas y la briega diaria de la rutina.
Da igual que
cabeceemos, y queramos escaparnos, estamos condenados a ser domados, y ¡ay! del
que se resista.
Si das mucha
lata, igual te venden para carne, como se hacía con los caballos que nadie
conseguía desbravar.
Manolo Martínez
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